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Por el 67 ó 68, el músico Luis Advis, como tantos otros chilenos, comenzó a poner atención a lo que estaba ocurriendo en el ambiente de la nueva música. En esa época, la canción “Arriba en la Cordillera”, de Patricio Manns, batía todos los récords de popularidad en las radios del país, y era imposible sustraerse a su impacto. Advis, admirador de Wagner y del post-romanticismo, tuvo que reconocer que algo interesante comenzaba a mostrarse en los medios de la nueva canción chilena. Por esa misma época, acompañado de la folklorista Margot Loyola, él tuvo la oportunidad de escuchar a Violeta Parra, en una de esas memorables noches de la Carpa de la Reina, quedando profundamente impresionado por la ternura y la autenticidad que fluía de sus interpretaciones.

En el verano de 1968, el músico se fue de vacaciones a su ciudad natal, el puerto de Iquique; en las tardes calurosas, se iba a la playa a conversar con los miembros de un circo itinerante que se había instalado no lejos de allí. Un día, Lautaro, el jefe de la troupe, se aproximó a la tertulia dando muestra de gran tristeza. En la mano traía un telegrama. “Violeta Parra ha muerto”, dijo, con lágrimas en los ojos, “era mi hermana”. Advis no supo qué decirle, sus lazos con el movimiento de la Nueva Canción, todavía no eran lo suficientemente profundos como para comprender cabalmente lo que esta muerte significaba. Había seguido escuchando de cuando en cuando algunas de las nuevas creaciones, pero ni ellas, ni la política, lo apasionaban verdaderamente. Los hechos políticos no adquirían todavía ese peso histórico, capaz de conmover a toda la ciudadanía; aunque en los diarios podían leerse las noticias de sucesos como las matanzas de Puerto Montt o El Salvador, estos hechos no eran todavía percibidos como anunciadores del cambio que se gestaba. Por esa época, Advis podría haber aparecido como uno de tantos intelectuales chilenos, que, más por indiferencia que por verdadera convicción, votaban por la Democracia Cristiana.

Pero esta situación no duraría mucho. En 1969, algunos acontecimientos en el mundo de las artes se encargarían de sacar al músico de esta relativa indiferencia política. El escritor y dramaturgo Jaime Silva, amigo suyo, se atrevió a presentar en el Teatro de la Universidad de Chile, su obra, El “Evangelio según San Jaime”, con la cual se desencadenó uno de los más bullados escándalos de aquella época. En realidad, el contenido de esta obra no tenía otro propósito que rehabilitar a su manera las antiguas enseñanzas de Cristo, pero estas doctrinas, vistas desde la perspectiva de las organizaciones derechistas y filofascistas, aparecían como un atentado a la moral pública y a las creencias católicas. Los jóvenes integristas comenzaron a organizar manifestaciones de protesta frente al teatro. El autor recibía por correo sobres con papeles embadurnados con excrementos, y por teléfono, amenazas insultantes. El comportamiento de la prensa democratacristiana fue altamente hipócrita, y el dramaturgo requirió de la defensa de los espíritus más liberales, para no ser presa de la indignación moralista. La izquierda, para defenderlo, comenzó a organizar batidas “antimomio” en el foyer del teatro. Nuestro músico participaba activamente en estas confrontaciones, sentándose en la primera fila de la sala, para defender a los actores de los impactos lanzados por los fanáticos. Al final, se logró imponer el orden y las funciones pudieron realizarse como estaba previsto. Pero este hecho, junto a las diarias luchas reformistas, que también estremecían la Escuela de Teatro, donde Advis ensebaba Estética, fueron despertando el interés del músico hacia el conflicto social, que por todos los lados obligaba a los chilenos a tomar partido.

Durante el año 1967, el músico colaboró con Jaime Silva en otra obra, cuyo tema era la conquista de Chile, y en la que el nudo principal era la oposición entre colonizados y colonizadores. En alguna de sus partes, el cacique araucano Caupolicán cantaba una canción con el texto del dramaturgo: “si quieren esclavizarnos, jamás lo podrán lograr”. La música de esta obra fue el primer experimento de Advis, en la búsqueda de una síntesis entre ritmos folklóricos y música más elaborada. Con el tiempo, esta misma canción pasaría a transformarse en la canción final de la “Cantata”. Lo mismo ocurriría con otra de las canciones utilizadas en esta obra, la cual era cantada por un grupo de indios, y de la que surgiría más tarde uno de los trozos más populares de “Santa María de Iquique”, la canción, “Vamos mujer”. La inclinación hacia lo autóctono, en un músico que venía del Conservatorio, y cuyos gustos se inclinaban decididamente hacia lo clásico, provenía de la necesidad, sentida por muchos artistas chilenos de ese tiempo, de buscar un lenguaje auténticamente nacional.

En los primeros meses de 1968, como resultado de un largo viaje por Iquique y sus alrededores, Luis Advis escribió un conjuntó de 20 poemas (entre 10 y 50 versos cada uno), que hablaban de sus vivencias y recuerdos de su ciudad natal, de su visión de la pampa, del mar, de los paisajes precordilleranos, y de algunos acontecimientos históricos. Uno de estos poemas comenzaba con la frase “si contemplan la pampa y lo que fuera, verán la inmensidad, y en los rincones...” Esto servirá después para construir el comienzo del primer relato. En otro de los poemas, se contaba la historia de una matanza de obreros, en una plaza iquiqueña. En algunos de sus versos se decía: “eran pocos y eran tantos, y era poco lo pedido. Quizás en la gran ciudad, los hombres comprenderían...”.

A fines de 1968, Advis fue requerido por el teatro de la Universidad de Chile para escribir la música de escena de la obra de Isidora Aguirre, “Los que van quedando en el camino”. Durante el verano de ese año, el músico no sólo terminó esto, sino que pudo hacer también varios textos alusivos al argumento. Este tenía que ver con una matanza de campesinos, acaecida en el centro sur cordillerano, en 1932. El montaje posterior de la obra no consideró necesaria la inclusión de canciones, aunque entre ellas, había dos bastante interesantes. Una de ellas era cantada por una de las protagonistas, una vieja que anunciaba, llena de temores y premoniciones, el inminente holocausto; otra, con una hermosa línea melódica, refería la muerte de los hermanos de la mujer, también víctimas del suceso. De estas dos canciones derivaron “Soy obrero pampino”, y las melodías de las quenas después de, “A los hombres de la pampa”. El estilo en que estaban compuestas estas canciones, buscaba elementos de identidad, a través de la composición de melodías que siguieran de cerca la afinación de la guitarra traspuesta, y buscando colores modales que fijaran una forma de música cercana a la canción folklórica.

Otra idea interesante, que podría estar presente en la Cantata, proviene de la inquietud de Advis por crear una obra teatral, que tuviera una forma apta para ser presentada en las calles. La idea era escribir un drama, que pudiera ser representado por actores que supieran tocar instrumentos y cantar. El objetivo era llevar el teatro hasta un público muy popular, en plazas y parques de la ciudad. Este proyecto, discutido con amigos del ambiente teatral, incluía un pregón, que serviría como introducción y que tendría el rol de convocar el auditorio hacia el lugar de la función. Todas estas iniciativas quedarían en el papel, aunque algunas de las ideas se realizarán más tarde en la Cantata.

En 1969, Luis Advis fue invitado a un concierto nuestro. El músico sólo nos conocía de nombre, y quedó muy impresionado por nuestra fuerza interpretativa, y por el color musical logrado con los instrumentos nortinos. A él, yo lo conocía desde mis primeros tiempos de estudiante en la Facultad de Filosofía. Él era ayudante de la cátedra de Estética, y trataba inútilmente de entusiasmarnos en la poesía mística de San Juan de la Cruz. Nuestra pedantería “sartriana y ultraizquierdista” nos impedía ver muy claro qué podíamos sacar nosotros de las proezas contemplativas de un santo; por esa época jamás me habría imaginado, que nuestro brillante académico con inquietudes literarias y filosóficas, era además, músico.

El 15 de noviembre de 1969, y mientras Advis componía un concierto para clarinete, bastante alejado de todo lo que pudiera hacer el Quilapayún, la idea de escribir una obra que relatara la matanza de los obreros de Iquique, se le impuso como una necesidad imperiosa. Nuestro amigo, con todos los antecedentes a que hemos hecho referencia, tenía ya algunas cosas avanzadas, y por eso rápidamente se puso manos a la obra. Las partituras para clarinete se quedaron por el momento olvidadas en algún rincón del departamento, y Advis, de un solo tirón, en una mañana, escribió el primer tema del preludio, con instrumentación y todo. Al final de esa mañana, ya estaba claro el esquema de composición de la obra total, y al cabo de 15 días de intenso trabajo ésta estuvo prácticamente terminada. Ésta fue concebida desde el primer instante, pensando en la interpretación de nuestro grupo, que, como veremos más adelante, por esas misteriosas coincidencias que suceden a veces, andaba en esa misma fecha a la búsqueda de una obra, que pudiera superar lo hecho hasta este momento en el terreno de la pura canción popular.

Durante los 15 últimos días de noviembre, Advis terminó el texto, basándose en un libro que tenía desde antiguo, cuyo titulo era, “Reseña histórica de Tarapacá”. El volumen había sido dedicado por su autor, al tío del músico, que también había vivido en el Norte Grande, y que, para aumentar las coincidencias, también se llamaba Luis Advis. Esta familia Advis estaba radicada en esa zona desde hacía muchísimo tiempo, y le había dado muchos notables provinciales. En el libro, había un capitulo completo dedicado a los sucesos de la Escuela Santa María, el cual se transformó en la única base informativa para la composición de la obra. Allí supo Advis, cuándo había comenzado la huelga, el porqué de ella, el descenso hacia la ciudad desde las oficinas, etc., etc. El resto de los sucesos relatados en la Cantata, que no salían en el libro y que probablemente no estaban en ninguna narración histórica, fueron inventados. En las páginas amarillentas no figuraba claramente, ni el número de muertos, ni se hacía mención de ningún personaje en especial. El “Rucio” de la obra de Advis es un personaje ficticio, aunque, dadas las características de la matanza, podría haber existido perfectamente. Las 3.600 víctimas fueron el resultado de un complejo y laborioso cálculo que el músico tuvo que hacer, suponiendo que en la huelga habían participado 90 oficinas salitreras, lo que implicaba un número muchísimo mayor de víctimas que el que se daba comúnmente en las informaciones oficiales. No hay que olvidar que a pesar de la interesada ignorancia frente a este tipo de sucesos, la tradición obrera conservaba esta tragedia como una leyenda macabra, que atravesó medio siglo de boca en boca como uno de los sucesos determinantes del movimiento sindical chileno. La idea del “Rucio” provino de conversaciones del autor con el joven cineasta Claudio Sapiaín, quien, después, hiciera una interesante película basándose en la música de la obra de Advis. Esta idea permitió crear una situación dramática de oposición entre el obrero y el general, la cual se ubica adecuadamente en el clímax emocional de la obra.

A fines de noviembre, el autor tomó los primeros contactos con nosotros y nos dio el texto. Un día cualquiera, nos fuimos a la casa de Willy, que era la única que tenía piano, y el músico, con un vozarrón desafinadísimo, nos cantó de punta a cabo su hermosa obra. La emoción atravesó la barrera de gallos y ronqueras, y nosotros quedamos inmediatamente conquistados. Entusiasmados, fijamos las fechas para comenzar a montarla, dándonos cita para marzo de 1970, inmediatamente después de una gira que teníamos que hacer, precisamente por las tierras donde había ocurrido la tragedia. En ese tiempo, Lucho revisó algunos detalles del texto, y en abril, comenzamos a trabajar. En junio de 1970, ya estábamos listos para presentarla.

Para nosotros, esta obra venía como anillo al dedo. Cuando, a fines del año anterior, terminamos el disco “Basta”, nos dimos cuenta por primera vez de la existencia de uno de los fantasmas más peligrosos en la carrera de un artista: el espectro de la repetición. Habíamos hecho todo un camino en la canción popular, pero con medios musicales muy precarios. La ayuda de Víctor había sido fundamental, pero también él mostraba limitaciones en este aspecto, era un músico intuitivo y, como nosotros, recién se estaba preocupando de ampliar su formación. Si seguíamos trabajando solos, corríamos el riesgo de demorar mucho nuestro desarrollo, o de no llegar más allá de lo que habíamos hecho. En alguna medida, la idea de hacer obras que fueran algo más que una mera colección de canciones, flotaba en el ambiente. Algunos compañeros cantores habían ya intentado algunas cosas en esta dirección: Ángel Parra, con el “Oratorio para el pueblo”, y Patricio Manns, con su “Sueño americano”. Por otro lado, los argentinos tenían ya su “Misa Criolla”. ¿Qué podíamos hacer nosotros para salir adelante con algo nuevo?

Para ampliar nuestros recursos, comenzamos a pedirle ayuda a algunos músicos amigos, que se sentían cansados del elitismo de conservatorio, y querían buscar caminos hacia lo popular. Así comenzó nuestra amistad con Sergio Ortega, quien comenzó a ayudarnos en las armonizaciones de algunas canciones, y nos dio algunas de su propia creación. Nos encontrábamos justamente discutiendo con él acerca de nuestra futura colaboración, cuando apareció Luis Advis con su Cantata.

Era precisamente lo que andábamos buscando; él, por su lado, había hecho lo que necesitábamos, sin que siquiera hubiéramos tenido que pedírselo. Un poco asombrados por todas estas felices coincidencias, comenzamos a trabajar con él.

Lucho era un tipo muy cordial, y provenía de un ambiente que nosotros conocíamos muy poco, gente de teatro, amigos del Conservatorio, escritores, profesores, etc. Se adaptó fácilmente a nuestra forma de trabajo, aunque no siempre comprendía nuestras bromas. Acostumbrado a un trato más serio y respetuoso, nuestros juegos lo desconcertaban, y a veces había que explicarle el significado de algunas de nuestras expresiones, “agarrar papa” (caer en el juego del otro) o “andar con el cambucho” (andar distraído), o “morir pollo” (no alegar, quedarse callado).

Llegábamos por la tarde a su casa, un departamento oscuro, en pleno centro de Santiago, muy pequeño y muy desordenado, típica habitación de un artista soltero. En un rincón, un piano, que parecía provenir de un saloon del oeste, con candelabros y todo. Sobre él se amontonaban las partituras de Wagner y Strauss, entremezcladas con escritos propios de Advis, que él siempre quería mostrarnos, pero que a pesar de largas búsquedas, nunca podíamos reconstituir completamente, siempre faltaba una maldita página extraviada. Esbozos de conciertos, cuartetos, música de teatro y un sinfín de otras cosas. Él instalaba sus partituras y tocaba. Estas eran difícilmente legibles para nosotros, por nuestra ignorancia musical, pero también, porque algunas estaban escritas con signos incomprensibles. Para aprender la Cantata, como no sabíamos leer, él cantaba a voz en cuello, una y mil veces cada parte, para que nosotros fuéramos memorizando las melodías. Primero aprendíamos las armonías de la guitarra, y después, las voces y las quenas. Como en ese espacio reducido no podíamos trabajar todos juntos al mismo tiempo, mientras uno aprendía sus partes, que Lucho machacaba sin descanso y con una paciencia de santo en su espantoso piano, los otros se iban a repasar las suyas en los pasillos y escaleras del edificio. Cuando había terminado con uno, como los dentistas, Advis asomaba su cabeza hacia el pasillo, y gritaba: “el siguiente”. Entraba uno de los que esperaban, y Lucho volvía a la carga. Si alguno trabajó como chino para que la Cantata se montara, fue él mismo, digno vencedor que impuso su hermosa música en nuestros rebeldes oídos, a pesar de todas nuestras torpezas musicales. Felizmente, después de algunas semanas de arduo trabajo, pudimos por fin juntar todos los pedazos del rompecabezas, y lo que escuchamos nos mostró de inmediato que había valido la pena tanto sacrificio. Al final de esta experiencia, nosotros habíamos dado un gran paso hacia una música más elaborada, y Luis había iniciado su exitosa colaboración con músicos populares, fructuoso intercambio en que ambos ganamos un terreno nuevo de expresión. Algunas de nuestras proposiciones de ritmos de acompañamientos fueron adoptadas durante el trabajo, y el resultado final fue perfectamente adaptado a lo que entonces éramos como intérpretes.

Lucho, sin ser político, había dado en el clavo. Su intención jamás fue la de hacer una obra de respuesta a la situación concreta que en ese momento se vivía en Chile, pero aún sin este propósito, la “Cantata Santa María” se transformó casi de inmediato en el símbolo musical de ese momento histórico. Esta música resucitó la protesta de esas mismas voces que habían sido silenciadas por la muerte y la metralla, el martirio de los obreros de Iquique por fin se mostró como un testimonio viviente, rompiéndose el silencio de años de historia distorsionada. Durante 60 años, una humilde canción, el “Canto a la pampa”, que nosotros también cantamos, había sido una de las únicas formas de recordar estos luctuosos hechos: la Cantata nació como una flor de esas desoladas tierras que encubrieron el crimen, obra compuesta y dicha por un hombre de esos mismos desiertos, el cual por fin había escuchado el mensaje.

Al decir de casi todos los analistas, esta obra se ha transformado hoy día en un clásico de la música chilena. En primer lugar, porque ella hace la síntesis entre dos formas de expresión diferente, la música llamada “culta”, y la música popular de raíz folklórica. La primera, importada desde Europa en el siglo pasado, no ha podido aún entrar en la vida de la mayoría de nuestro pueblo, manteniéndose en nuestro medio por el interés de una élite que la cultiva; la segunda, con su antecesora folklórica más pura, es la única expresión que le ha dado una impronta característica a nuestra música nacional.

La historia de la música chilena no comienza, como la historia de la música europea, con las primeras composiciones de creadores nacionales. Los primeros acontecimientos musicales que han sembrado tradición en Chile, son los estrenos de las óperas de Mozart, o las visitas de las compañías de música italiana que recorrían América Latina en alborotadas tournées, pagadas por los ricachones de la época. Sólo a fines del siglo pasado comenzamos a encontrar en nuestro país algunas manifestaciones de música culta con carácter nacional, pero, lamentablemente, éstas no alcanzan ninguna difusión importante. Aun hoy día, la obra de nuestros músicos actuales que han compuesto sinfonías, conciertos y hasta óperas, sigue siendo escuchada por una élite dentro de la élite, pues su auditorio, ni siquiera llega enteramente al público que se interesa en la música docta. Por este motivo, no es una exageración afirmar que, de todas las artes, la música aparece como la más alejada de nuestro pueblo.

En Europa, la música, para llegar a sus grandes expresiones dramáticas y teatrales, ha recorrido un largo camino, que pasa por la humilde fiesta popular, por la larga tradición de la música sacra, por los bailes de los salones oficiales y por los homenajes y festividades públicas. Es este transcurso, lo que ha ido desarrollando posibilidades de comprensión y asimilación en el público, de modo que, cuando la música puede por fin llegar al teatro, todo lo ganado en esta marcha puede volver a aparecer, revestido bajo la nueva forma clásica. El lenguaje de la alta música de un país que la tiene es obtenido a través de una depuración, que va fijando relaciones de significación entre sonido y paisaje, melodía y sentimiento, color orquestal y fuerza expresiva. Sólo de este modo se comprende la complejidad técnica a la que puede llegar por necesidades expresivas, el compositor individual. Este aprendizaje previo, que implica años de tradición musical viva, nuestro pueblo no lo ha hecho, y por eso, nuestros músicos, o bien comienzan a crear directamente dentro de las tradiciones de la música europea, o bien intentan inventarlo todo, como si todo el trayecto pudiera ser recorrido en el curso de la vida creativa de un solo individuo. Ninguna de estas dos soluciones le sirve mucho a nuestro pueblo, que se queda con las únicas expresiones que le resultan auténticamente propias, la música popular y la música folklórica. A partir de la pura música no se puede hacer el recorrido de toda una tradición, ni se pueden inventar los lenguajes capaces de mostrar en su finura la sensibilidad de un país.

Esta es la razón por la cual, en Chile y en otros países donde hay una situación semejante, lo popular y lo folklórico tiene una especial relevancia. En el terreno de la cultura somos como nuevos ricos, tenemos de todo, orquestas, conservatorios, instrumentistas, pero nos falta lo fundamental, que es una tradición desarrollada. Ésta, sólo puede ser creada, haciendo lentamente el camino que los otros pueblos han hecho ya en siglos. Este recorrido debe pasar por múltiples etapas, entre las cuales, las más elementales son tan importantes y necesarias, como aquellas en las cuales se consuma el desarrollo. De ahí la validez de este fenómeno de la Nueva Canción Chilena, que, con Violeta Parra a la cabeza, por primera vez intentó hacer una música popular de carácter nacional, aunque sus elementos de construcción no sean únicamente chilenos, sino que también echen raíces en la música de otros pueblos latinoamericanos.

La importancia de la “Cantata Santa María de Iquique”, es que ella inaugura un género musical indispensable para llegar a formas de música más desarrolladas. La primera intención de su autor era presentar esta obra en el Festival Bienal de Música Chilena, que debía realizarse en octubre de 1970. Esto muestra, que para el autor, ella estaba efectivamente concebida como un intento de dar una respuesta a la necesaria síntesis a que hemos hecho referencia. Esta última, por supuesto, no depende únicamente de la creación de una obra, por más genial que ésta fuera, puesto que se requiere de una larga experiencia para consolidar el género. El éxito de la Cantata permitió que el propio Advis, así como otros compositores, se lanzaran en esta aventura, en la cual nuestro grupo ha cumplido un papel no despreciable, a través de la interpretación de diferentes trabajos de creadores nacionales. Esta orientación ha sido siempre una constante en nuestras preocupaciones, el deseo de asentar una tradición de música parasinfónica (la expresión es de Theodorakis) en nuestro medio. Por eso, nuestra propia historia, a partir de 1970, está jalonada por “cantatas”, todas ellas muy diferentes, pero intentando siempre configurar una suerte de música nueva, que, manteniendo los lazos con lo popular, se interne en los paisajes armónicos y contrapuntísticos de una música más desarrollada.

La “Cantata Santa María” se estrenó en agosto de 1970, aunque algunas semanas antes, ya había sido grabada. La obra se presentó en el segundo Festival de la Nueva Canción Chilena, cuyos organizadores esta vez no pusieron mayores problemas para la participación de nuestro grupo. Los problemas vinieron de otro lado: algunos colegas cantores, que no veían con buenos ojos la enorme distancia que había entre la “Cantata” y sus propias creaciones, se opusieron a que ella fuera presentada en el Festival. Algunos afiebrados trataron de crear un movimiento “anticantata”, arguyendo que este Festival era de canciones, y no de obras como la que nosotros queríamos presentar. Felizmente, al final se impuso el buen criterio, aunque tuvimos que soportar dolorosas discusiones en una asamblea de la cual prefiero olvidarme.

Nos acompañó en este estreno en el Estadio Chile, el actor Marcelo Romo. Héctor Duvauchelle, que había grabado el disco, no pudo estar presente, porque tenía función en su propio teatro. Para reemplazarlo, ensayamos algunos días con Marcelo. Éste era un excelente actor, pero como ya nos habíamos acostumbrado a la interpretación de Duvauchelle, no llegaba a convencernos. Le hicimos notar nuestras inquietudes. Nos quedó mirando con aire de haber comprendido, y nos respondió: “No se preocupen, con el público, yo soy el huevón de bueno”. Contando en este aserto, llegamos por fin a la presentación tan deseada, ante miles de espectadores curiosos por escuchar lo que se anunciaba como la parte principal del Festival. Con el público y los nervios, Marcelo no fue el “huevón de bueno”, y se equivocó varias veces. A pesar de ello, la presentación general fue bastante más que pasable. Luis Advis nos dirigía desde la platea, pero la iluminación de la escena nos impedía verlo, de modo que jamás coincidieron sus gestos con nuestra música. El público, en su mayoría jóvenes y estudiantes, no reparó en estas dificultades, y saludó nuestra actuación con una gigantesca ovación. Algunos días más tarde, hicimos algunas presentaciones con Duvauchelle, en el Teatro de La Reforma de la Universidad de Chile, las cuales consagraron definitivamente la obra en nuestro medio. La voz de Héctor se acoplaba de un modo tan perfecto a nuestro sonido, que dudo que más adelante hayamos superado el dramatismo de estas primeras presentaciones.

Mientras nos encontrábamos grabando la “Cantata”, por una inadvertencia del técnico, la cinta matriz se desprendió de la grabadora, y se desenrolló completamente, esparciéndose a pedazos por el estudio. Con gran desolación mirábamos cómo volaban por todos lados los resultados del trabajo de varios días de grabación. El técnico trataba de consolarnos. Para ver si podíamos salvar algo, comenzamos a pegar los pedacitos, pasándolos, uno por uno, por la grabadora y clasificándolos. En eso estuvimos durante horas, hasta que, para nuestra gran felicidad, pudimos reconstruir la casi totalidad de la obra. Pero faltaba la parte de los coros, que dice, “lo juramos compañeros…”. No podíamos encontrarla por ninguna parte. Revisamos hasta el ultimo rincón del estudio y el pedacito no aparecía. Nos disponíamos a regrabarlo, cuando de pronto, nuestro técnico tuvo un momento de iluminación: “¡aquí está!”, exclamó, dirigiéndose sin titubeo alguno hacia un montón de basuras, en el que viejos pedazos de cinta se enredaban como un plato de espagueti. Inclinándose, sacó un pequeño trocito, indistinguible del resto de porquerías acumuladas allí, y lo alzó triunfante. Todos nos abalanzamos hacia la grabadora y pasamos el pedacito por el lector de cintas. Era la parte que habíamos andado buscando. Por fin teníamos reconstruido el total. El disco pudo salir a la venta, poco después de las primeras presentaciones. La “Cantata Santa María” nos ha acompañado desde entonces. Nunca hemos dejado de cantarla, y es una de nuestras interpretaciones de mayor éxito. Con ella ha habido memorables conciertos: en el Carnegie Hall, en el Pasadena Theatre, con Jane Fonda como relatora, en el Palacio de Deportes de Roma, con el magnifico actor Jean María Volonté, en el teatro de Jean Louis Barrault, con nuestro amigo Pierre Tabard, en el Olympia, donde hicimos con ella toda una temporada, en México, en el Luna Park de Buenos Aires, con el Indio Juan, en Montevideo, en varias ocasiones, acompañados del excelente José Vásquez, en Alemania, en la RDA, en estadios y plazas de toros en España, bajo los muros de la Alhambra de Granada, en Madrid, ante sesenta mil personas, y hasta en el lejano Japón, durante una larga gira en la que cantábamos la obra, acompañados de coros de cientos de personas. Conservamos algunas grabaciones en directo de algunas de estas presentaciones, y hemos hecho una segunda grabación en estudio en 1978, con Jean Louis Barrault. Para la versión en castellano de ésta última, volvimos a contar con la participación de Duvauchelle, que providencialmente andaba de paso por París.

De todas estas representaciones, las que recuerdo con mayor emoción son las de Héctor. Su voz inconfundible se había identificado completamente con esta obra. Él sabía mantener, con exacta sabiduría, el equilibrio entre lo dramático y lo puramente recitativo; cuando tenía que personificar, sus palabras se cargaban de sentimientos, sin caer jamás en lo patético, cuando tenía que contar, tomaba la distancia requerida por la austeridad del relato. Cuando nos fue anunciada su trágica muerte, asesinado en una callejuela de Caracas, donde vivía en el exilio, comprendimos que una página de nuestra propia historia se cerraba, lo que habíamos hecho juntos se fijaba en lo definitivo, como un testimonio de esos años en que compartimos las mismas esperanzas.

Hasta el día del golpe militar, el encargado de las Juventudes Comunistas de Concepción era Alfonso Padilla, gran admirador de nuestra música, y cantor amateur, que se acompañaba con la guitarra para animar las fiestas juveniles. En los primeros días de la represión, fue tomado prisionero, y tuvo que atravesar la pesadilla de interrogatorios y torturas, durante varios meses. Por fin, fue dejado en paz, aunque tuvo que pagar una injusta condena de varios años en la cárcel. Para remontar las penas de su calvario, se las ingenió para introducir algunos discos en la prisión, y organizó un conjunto musical con sus amigos presos. Como no sabía música, tuvo que inventar un sistema de notación musical, y, escuchando clandestinamente nuestras canciones, llegó a ser capaz de copiar todos los arreglos, los cuales fueron reproducidos después con su grupo. Al cabo de algunos meses, el conjunto pudo hacer conciertos dentro de la cárcel, los cuales llegaron a tener una excelente calidad, según las opiniones de quienes los presenciaron. Alfonso se esmeró tanto en su trabajo, y afinó tan perfectamente su nuevo sistema de escritura, que llegó hasta a anotar completa la “Cantata Santa María”, la cual fue montada y presentada a escondidas de las autoridades de la prisión; éstas jamás sospecharon lo que ocurría en las noches, una vez que los guardianes cerraban las rejas y se iban a dormir. Yo mismo vi los cuadernos con las anotaciones: con complicados jeroglíficos, se reproducía cada detalle, cada nota, cada ritmo, y hasta las variaciones dinámicas. Este prodigioso trabajo no fue en vano, pues, como la vida tiene vueltas sorprendentes, Alfonso, una vez liberado, pudo salir del país, y en Helsinki, donde ha hecho sus estudios, se ha transformado hoy día en un especializadísimo musicólogo, que escribe artículos sobre la música de Pierre Boulez en revistas internacionales.

Una anécdota semejante me contó una vez Miguel Ángel Estrella. Cuando él estuvo preso, en el Uruguay, algunos compañeros lograron entrar clandestinamente un ejemplar de la Cantata. Una noche en que todos los presos se encontraban escuchando el disco, la música llegó hasta los oídos de los guardianes, los cuales de inmediato organizaron una razzia, registrando minuciosamente cada celda para recuperarlo y hacerlo desaparecer. Las pesquisas duraron toda la noche, pero los prisioneros lograron poner el disco fuera del alcance de los carceleros. La posesión de la Cantata escondida se transformó en un símbolo de rebeldía, una verdadera victoria. Por eso, cada vez que declinaban los ánimos, los presos se las ingeniaban para sacarlo del escondite, y volver a escucharlo. Durante meses, se hicieron varias nuevas pesquisas, pero el disco rebelde jamás fue encontrado.

La Cantata es, por encima de todo, un canto de unidad. Esto, nuestro pueblo lo comprendió de inmediato, por eso la obra alcanzó rápidamente niveles de popularidad difícilmente igualados dentro de la música popular chilena. Su mensaje era una respuesta adecuada a los problemas que aquejaban a nuestra sociedad, donde la inmensa mayoría quería un cambio, que favoreciera a los más desposeídos. La fuerza dinámica de la obra, que conduce a un clímax de esperanza, era precisamente lo que todos estábamos presintiendo, en esos albores del nuevo período que se iniciaría más tarde con la Presidencia de Salvador Allende. La Cantata fue considerada como la expresión privilegiada de una voluntad colectiva, y su valor testimonial todavía mantiene su vigencia. La verdad contenida en ella fue capaz de integrarse a la contingencia, pero atravesándola hacia una historia futura. En el 73, la obra volvería a adquirir validez trágica, cuando los militares chilenos volvieron a poner a los trabajadores en la mira de sus fusiles. Pero en la época de su estreno, lo que predominaba era su significación positiva, que sigue hoy día siendo el germen principal de su permanencia.

Es interesante constatar, que en la composición de esta obra se hace uso de algunos elementos que están ya presentes en la estética implícita del canto popular. Al respecto, es aleccionador comparar la Cantata con el “Canto a la pampa”, que es la versión popular del mismo hecho trágico, relatado en la primera: salta a la vista el parecido de esta forma de relato trágico, que se encuentra profusamente en el folklore chileno. Ejemplos de esto último, son las famosas décimas, que cuentan los desastres de un gran terremoto en la ciudad de Chillán, o “la canción del Transporte Angamos”, que cuenta el hundimiento de un buque de la Armada, en el que perecieron cientos de jóvenes cadetes; pero hay muchísimas otras, todas ellas echando raíces en los romances españoles, que aparecen como las expresiones más antiguas de este tipo de creaciones populares. Es evidente que la Cantata es la transposición a un lenguaje más elaborado de este tipo de pequeños relatos dramáticos.

La presencia de éstos, y de otros elementos populares, nos fue llevando a la convicción de que lo popular en esta obra, no se limita únicamente a la utilización de instrumentos folklóricos indígenas, o a la inclusión de giros melódicos o armónicos tomados de la música folklórica. Por eso, a partir de ella, comenzamos a buscar otras maneras de elaboración a partir de lo popular. El desarrollo final de esta forma de trabajo se dirigía hacia la búsqueda de formas dramáticas y operísticas, pero lamentablemente este ambicioso proyecto no ha podido ser realizado. Estamos convencidos de que únicamente desarrollando estos elementos contenidos en lo popular, aunque no necesariamente quedándose en ellos, se puede construir una auténtica tradición musical, que eche sus raíces en la vida, y no se quede como pura invención elitista.

En nuestro continente, el gran problema es el de haber importado la música europea sin sentido creador, copiando lisa y llanamente lo hecho en otros lados, y descuidando las formas nacionales, las que no sólo se han desconocido, sino que muchas veces han sido objeto de menosprecio por parte de nuestros mejores creadores. Nuestro gran problema sigue siendo el de la contradicción entre el desarrollo de lo propio y la asimilación de lo ajeno. Cuando nos quejamos de que la música nacional docta no se haya acercado al pueblo, y haya seguido un desarrollo demasiado dependiente de Europa, no lo hacemos desde una perspectiva ultranacionalista, no defendemos lo propio ciegamente. Creemos que no hay contradicción entre lo propio y lo ajeno, pero pertenece a la naturaleza del arte, el tener que nacer de una relación profunda con el pueblo que lo sustenta: en este sentido, el arte jamás es abstracto, e inclusive ese arte llamado “abstracto”, no podría explicarse, sin las necesarias referencias a la cultura de los pueblos europeos y a la época determinada en que surgió. La manera correcta de asimilar lo extraño es precisamente recreando las formas originarias, pero adaptándolas a las realidades propias. Nosotros, latinoamericanos, estamos obligados a reinventar una y otra vez la pólvora, hasta que nuestra cultura se eleve a partir de su propia originalidad, y no como simple copia o vacía importación de lo ajeno. La “Cantata Santa María” fue una de estas maneras de inventar la pólvora. Sin excesivas ambiciones formales o técnicas, revolucionó muchas cosas en nuestro ambiente musical, y quedó como ejemplo que todavía sigue tratando de ser superado. El problema de las vanguardias es completamente ajeno a nuestra realidad, la cual, antes que ese tipo de problemas, necesita plantearse seriamente el más elemental, de la elaboración de un pasado que sustente una tradición. Después de años de funcionamiento de los servicios de extensión musical en nuestro país, la “Cantata”, en algunas semanas, le enseñó a nuestro pueblo lo que era una “cantata”, y qué sentido tenía hacer obras como ésta. Por eso, recrear, parece ser la mejor manera de asimilar lo ajeno.

Cuando cantamos por primera vez la “Cantata”, en el Estadio Chile, ya las cosas estaban decididas en favor de la Unidad Popular. Nuestro éxito iba a la par con el avance de las fuerzas de izquierda, y la audición que llegaba a tener todo lo que hacíamos, era un síntoma más del cambio de la situación política. Este fue, además, anunciado claramente por varios indicadores políticos, pero en ese momento, para nosotros, el más próximo fue el triunfo de la izquierda en las elecciones de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile. En éstas, se enfrentaban las mismas fuerzas que se disputaban el poder a nivel nacional, y para nuestra alegría, el candidato ganador fue nuestro amigo de siempre, presidente nacional de nuestro fans club, Alejandro Rojas. Estas elecciones de la FECH eran uno de los grandes acontecimientos de la vida universitaria de la época, y durante el tiempo que duraba la campaña, toda la atención de los alumnos se centraba en ella. Todos los universitarios trabajaban duro por su candidato, preparándose para la gran jornada. Los partidos políticos que funcionaban en la universidad eran absorbidos por las preocupaciones electorales: las elecciones tenían muchos recovecos, y cualquier descuido podía costar caro. Como estas elecciones se venían sucediendo desde hacía muchísimo tiempo, ya se conocían al dedillo las maneras legales e ilegales de favorecer al candidato propio. Las distintas fuerzas, cada una por su lado, estudiaban las estrategias propias y adversarias. Hacer trampa en la elección, en la jerga universitaria, se decía: “meter una cuchufleta”. Las “cuchufletas” que se podían meter eran muchas, y había que preverlo todo, para no ser presa de las maniobras del contrincante. La verdad es que todos estos preparativos, y las propias elecciones, tenían un carácter lúdico evidente, y se participaba en ellas, a sabiendas de que todo lo que no fuera descubierto por el adversario, quedaba finalmente consagrado como legal. Cuando las fuerzas estaban equilibradas, la mayor astucia o pillería, eran factores que podían decidir la elección de un lado o de otro. Por este motivo, en cada partido había un grupo de alumnos encargados de organizar una verdadera guerra de trampas, los mismos que más tarde formarían parte del comité electoral. La democracia, en el medio estudiantil, no tenía por qué funcionar con la rigidez que podía tener en la vida ciudadana, y todo el mundo tomaba la cosa por el mejor de los lados. Lo cual no significaba en absoluto, que los resultados de la elección fueran cuestionados, o que se intentara invalidarla. Por el contrario, las trampas y cohechos de unos, anulaban los del contrario, de modo que, al final, la elección era tan representativa, que servía hasta de indicador nacional. Eso es lo que explica, que todos los medios de información se preocuparan especialmente de analizar sus resultados.

En las mismas semanas que estuvimos ensayando la Cantata, y mientras los leguleyos de todas las tendencias hacían sus cábalas, nosotros recorríamos con Alejandro Rojas las diferentes escuelas universitarias, él discurseando y nosotros cantando.

Después de una agotadora campaña, se llegó por fin al día de la elección. En cada escuela, los encargados de un bando, en medio de la agitación y el nerviosismo ambiente, trataban de borrar de las listas al mayor número posible de adversarios del otro bando: se introducían nombres de estudiantes ad hoc, que hasta ese momento jamás habían pisado la universidad, y que después llegaban a votar, se rompían votos, se hacían desaparecer urnas completas cargadas hacia el otro lado. Más de alguno lograba meter paquetes de votos propios, si encontraba a algún vocal distraído. A las secretarías se iba a cuestionar las proposiciones de los adversarios, los cuales, a su vez, andaban en lo mismo; con un aire indignado, le hacían ver a los encargados los desmanes ocurridos en tal o cual escuela. Los especialistas de cada partido, los cuales andaban todo el día con el ceño fruncido, no dejaban de mostrarse más allá de las pillerías, una cierta simpatía. Todo se hacía sin rebasar ciertos límites, que la historia y la experiencia había establecido, y que en el fondo, eran celosamente respetados.

Los dirigentes tenían que dominar, al mismo tiempo, las leyes de jurisdicción electoral y las artes de la prestidigitación. “Les rompimos cien votos en Dental”, escuchaba uno de repente a alguno que no había podido contener enteramente su entusiasmo. Más allá, otro, del campo opuesto, afirmaba haber logrado la anulación de una urna en la misma escuela. “Hay que impedir que vote ese tipo... no es de la Universidad”, decía uno, “¡Se robaron los votos en Psicología!”, llegaba anunciando otro. En este tráfago de mensajes de las distintas escuelas, en el que uno buscaba a tal o cuál, otro llegaba con encargos que le habían pedido, otro discutía con los indecisos, otro parlamentaba, uno terminaba por ponerse nervioso. Así, la noche en que por fin se llegaba al recuento final, la tensión llegaba al extremo. Todos los interesados se reunían en el local de la FECH, en plena Alameda (centro de Santiago), una antigua casa de esas con zaguán y mampara, construida probablemente a fines del siglo pasado, por algún burgués adinerado, la cual lamentablemente hoy día ha sido demolida. En aquella época, era el único edificio de ese tiempo que quedaba en pie en esa zona; inmediatamente al lado, un gran cine anunciaba superproducciones norteamericanas en cinerama, con un descomunal letrero que ocupaba toda la fachada. El interior de la casa era un patio de baldosas, alrededor del cual se ordenaban las piezas como en una casa pompeyana. Como este “impluvium” tenía que albergar ruidosos reunionistas durante gran parte del año, estaba cubierto con un techo de vidrio, lo que además, permitía que las asambleas tuvieran lugar en cualquier estación. En la noche de la famosa elección, los partidos se repartían las diferentes habitaciones de la casa. En cada una de ellas se instalaba un comité electoral. Por sus puertas, entraban y salían atareados asambleístas, que rápidamente llenaban el pequeño espacio. Junto a los dinteles, se reunían los partidarios, los cuales, durante el escrutinio, servían también como servicio de orden. Se comentaban las noticias que iban llegando: “estamos fritos, nos ganaron”, “si seguimos así, vamos a ganar...”. Otras veces se planificaban fechorías: “hay que hacer desaparecer por lo menos 100 votos”, “vayan a Derecho y róbense una urna”.

Durante el escrutinio, todos se fabricaban una cara de santo, y reaccionaban con máscaras: si iban perdiendo, aparecían con el rostro triunfante y lanzaban consignas que sus compañeros respondían de inmediato con vivas; si iban ganando, se ponían serios, fruncían el ceño, y salían del lugar sobándose las manos nerviosamente. Dentro de las piezas, cuando cada cual se hallaba en la intimidad de sus militancias, los comentarios eran más verdaderos, y las actitudes correspondían a la realidad.

Todavía quedaban las piezas “de atrás”, las del fondo de la casa. En éstas, alejadas de todo este juego, se hacían las reuniones secretas, en las cuales, dos grupos de cualquier color político, se ponían de acuerdo para romperle votos a un tercero, que hubiera tenido la mala suerte o la torpeza de aparecer demasiado claramente como ganador. En estos pactos, se pasaba por encima de los conflictos ideológicos y políticos de los partidos; cuando los acuerdos que se discutían eran entre posiciones demasiado opuestas, y la indiscreción podía traer enojosas consecuencias, las reuniones se hacían en oscuras oficinas del piso superior.

Como todos los grupos que participaban en la elección tenían intereses contradictorios, cada uno de ellos concertaba acuerdos múltiples, de modo que, en definitiva, todos llegaban a la conclusión de romperle votos a todos los adversarios por parejo. Así, del caos se pasaba al orden, y de la injusticia a la justicia. El resultado de las elecciones terminaba siendo justo y objetivo. Si todos se hubieran ahorrado este juego de secretas confabulaciones entre unos y otros; si todo se hubiera hecho sin este trabajoso fraude colectivo, los resultados habrían sido exactamente los mismos. Pero la elección habría sido una lata.

Los escrutinios finales se realizaban en el centro del patio. Se disponían mesas y sillas especialmente, y sobre ellas, se iban instalando las urnas que se iban trayendo de las diferentes escuelas. Alrededor de las mesas se sentaban los apoderados y los miembros del comité electoral, encargados de hacer el recuento de los votos. Cumplían esta última función, los veteranos de la prestidigitación, aquellos que en cada partido habían acumulado una mayor experiencia en hacer desaparecer votos contrarios, y hacer aparecer, desde la nada, votos propios. Estos artistas eran el alma del espectáculo, y dominaban tantas triquiñuelas, como cualquier buen fantasista de algún espectáculo circense. Eran el resultado de una larga preparación, que los partidos ya comenzaban cuando todavía ni siquiera se hablaba de la elección. Había algunos, cuya fama era legendaria, y que atraían a las masas ansiosas de verlos trabajar.

Los espectadores se apelotonaban detrás de las barreras que circundaban las mesas de escrutinio, y se formaban en grupos, que coreaban o pifiaban las diferentes consignas que salían a la palestra. La disposición de estos grupos se hacía teniendo en cuenta los lugares estratégicos que permitieran vigilarle las manos a los contadores. Cualquier movimiento sospechoso era denunciado con gritos de advertencia. Los artistas circenses tenían que hacer su trabajo expuestos a todas las miradas. A veces, los gritos y denuncias hacían escándalo: se tenía que detener el recuento, y se contaba de nuevo, uno a uno, cada voto. Si la sospecha tenía algún fundamento, se llegaba hasta a registrar a alguno de los prestidigitadores, los cuales, muy rara vez fueron descubiertos in fraganti. Los momentos de gritería eran los mejores para hacer pillerías, porque todo el mundo se concentraba en el acusado. Esto creaba situaciones propicias para llevar a cabo complicados planes, en los cuales se aprovechaba la menor inadvertencia del contrario, para meter o sacar votos de la mesa. A veces, el bullicio era organizado ex profeso, formaba parte de una estrategia electoral, los espectadores se hacían así cómplices del fraude.

En la elección de 1970, Alejandro Rojas, ganó por un buen margen, y el viejo edificio, que desde hacía años estaba en manos de los democratacristianos, se transformó esa noche en un local de izquierda Todos los observadores vieron ese triunfo como un presagio del triunfo que vendría pocos meses más tarde. Después de los inflamados discursos de Alejandro, improvisamos un recital allí mismo, cantando sobre las mesas del escrutinio, alrededor de las cuales, todos los estudiantes, vencidos y vencedores, se apelotonaban para escucharnos. A partir de ese día, nos apropiamos de esa casa, digo nosotros, la izquierda y el Quilapayún, porque como nos habían quitado nuestra sala de ensayos, comenzamos a utilizarla como local regular de ensayos. En las noches, cuando el patio se quedaba vacío, nuestras voces parecían multiplicarse con el eco todavía presente de las grandes luchas estudiantiles.

En ese mismo local estábamos el 4 de septiembre celebrando el triunfo, cuando de pronto, hizo irrupción en la sala el propio Salvador Allende, orgulloso y feliz, con un pie en el borde de su sueño, y rodeado de periodistas extranjeros y políticos de todos los partidos de izquierda. Allí mismo se organizó la primera conferencia de prensa, y desde el balcón de esa habitación del segundo piso, el flamante Compañero Presidente (allí fue pronunciada por primera vez esta expresión, que en ese mismo instante fue reproducida con esperanza en todos los idiomas de la tierra) le habló a la multitud que se había reunido frente a la fachada. De nuevo nos tocó cantar, ahora, con una extraña sensación de haber atravesado un límite. El pueblo chileno se había despertado, y nosotros éramos artistas de ese despertar.