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Simplemente renuncio a modificar este libro. Me he alejado demasiado de ese que fui cuando era el autor de estas páginas como para atreverme ahora a enmendarle la plana. Si tuviera que contar ahora esta misma historia la contaría de otra manera, me interesaría decir otras cosas. Creo que la vida de casi todos los de mi generación ha estado marcada por la desilusión. No hablo de sentimientos ni de estados de ánimo solamente. Entiendo la palabra “desilusión” en su estricto sentido de ir deshaciéndose en uno la ilusión que se tuvo en un momento. La ilusión es un impulso hacia el cumplimiento de un deseo, pero también es un estar en el error, un enceguecerse, un encontrarse lejos de la realidad. Por eso, en la desilusión no hay solamente lo negativo de un perder el sentido o la meta que alguna vez se tuvo, sino también lo positivo de acercarse a la verdad. Nuestra vida ha sido precisamente eso, un errar desde el error hacia la verdad. La desilusión errabunda nos enseña un escepticismo y a la vez nos empuja bruscamente a una realidad que quisimos encubrirnos. Quizás por eso, en estos tiempos que alguna vez fueron tan esperanzados, es la desilusión la condición de posibilidad de la lucidez, esto es, de la filosofía. Ahora, desde la filosofía, casi todo lo escrito en este libro aparece como una ingenuidad, como un desconocimiento de la sicología de los seres humanos, como una ignorancia de las verdaderas fuerzas que mueven la historia, como un empecinamiento en mirar las cosas por el lado más esperanzador y positivo. Quizás eso se llame también “juventud”. No lo sé. Pero lo cierto es que si hay algo rescatable en estas páginas, es que son una etapa de un itinerario que no termina en ellas y que son un testimonio ingenuo de una época que se acabó para siempre y que no retornará nunca más. O al menos, que no retornará del modo como nosotros la vivimos.

Si me atrevo a hacer una segunda edición de este libro es simplemente por eso, porque al mismo tiempo que en él se da cuenta de hechos que efectivamente sucedieron, se los cuenta de la manera como estos se vivían en aquella época, incluidos todos los prejuicios ideológicos y las deformaciones de una visión altamente politizada. Eso tiene un valor testimonial que puede ser de interés para los que se interesen en esta historia, pero puede excusar también a aquellos que ante este cuento se encojan de hombros y sigan su camino hacia otras lecturas más serenas. Ahora habría que hablar de estas cosas con mayor distanciamiento, con mayor objetividad, con una visión más descarnada y no tan optimista. La historia que ha venido después se ha encargado de destruir hasta la caricatura todas las formas de “idealismo” incluidas en este relato. Pareciera que el tiempo se hubiera empecinado en corroer hasta lo grotesco todas las banderas e ideales que inflamaban nuestros corazones cuando gritábamos “¡El pueblo unido jamás será vencido!”. Y no hablo aquí únicamente de las consecuencias de una derrota política, de un descalabro de partidos y de movimientos sociales. Hablo de algo mucho más profundo y al mismo tiempo vivencial, que compromete nuestras vidas en el detalle, de amistades destruidas, de lealtades traicionadas, de amores olvidados, de sorprendentes fuerzas de destrucción que han ido minando nuestras vidas, haciéndonos más viejos y más sabios. Así hemos aprendido la verdad, nuestra verdad, esta verdad desesperanzada que hemos intentado describir en otros textos. A duros golpes hemos ido despertando y ahora, es cierto, somos portadores de una pequeña luz que quisiéramos poner en las manos de los que vienen.

A este libro le falta decir cuan falso es todo lo dicho en él. Lo digo ahora. El relato va desde la ingenua idea de una revolución en la que por fin encontraríamos realizados nuestros sueños de justicia social - idea que compartieron miles de chilenos durante toda esa época - hasta una idea más fina y más depurada - pero por lo mismo mucho menos compartida – de una revolución con estrellas, en la que se abandonaba la terrenalidad de la primera, para completarla con lo que siempre le faltó, la conciencia de que no solo de pan vive el hombre y de que cualquier auténtico cambio en la vida humana debiera abarcar todos los aspectos que la conforman; no solamente las condiciones sociales o económicas. Si el primer ideal era irrealizable, el segundo con mayor razón, pues se alejaba todavía más de lo que pretendía cambiar: la vida tal como ella se presenta, el hombre tal como existe a nuestro alrededor, la sociedad tal como se constituye. Todo eso, a medida que fue apareciendo ante nuestra dolorida mirada – todo avance en la comprensión de la realidad conlleva una cierta cuota de dolor – nos fue distanciando cada vez más de esos devaneos de juventud y acercándonos cada vez más hacia el sabio escepticismo de los que han elegido observar la vida sin pretender cambiarla.

Ahora las cosas son diferentes. En primer lugar, no pretendo hablar en nombre de nadie, ni menos de los que alguna vez constituyeron este grupo, como lo hice en este libro. Cada cual ha seguido un camino diferente y si con algunos de ellos se ha mantenido una amistad y hasta un cierto espíritu de familia por haber vivido tantas experiencias inolvidables juntos, con otros el alejamiento es tan grande como pudiera pensarse. En segundo lugar, mi vida siguió un derrotero diferente, en el que por fin pude comenzar a decir que empecé a encontrarme conmigo mismo. La filosofía es absorbente y no me ha dejado mucho espacio para volver a la música. Por esta razón estoy también alejado del medio en que estas cosas se vivieron. En tercer lugar, la política se ha transformado para mí en una ocupación tan ajena a mi espíritu que, mirando hacia atrás este desvío que tuvo mi vida y que se llamó “Quilapayún” y que entre muchas otras cosas me hizo entrar en las experiencias partidarias, no puedo dejar de sentirlo como una suerte de abandono momentáneo de mi verdadero camino: la filosofía.

Por supuesto, no es que reniegue de nada. Tampoco he traicionado nada. Se trata de sacar las conclusiones de lo que se va viviendo y no de seguir atado a un compromiso con algo que se nos ha revelado falso. No admiro a los que se han quedado pegados en la Unidad Popular, que siguen pensando que la solución está en las JAP o en los Cordones Industriales. Para ellos la vida ha pasado en vano, no han aprendido nada. Simplemente he cambiado y, según mi punto de vista, para mejor. Soy ahora alguien mucho más cerca de su esencia, mucho más reconciliado con lo que tenía que ser, soy mucho mas uno que llegó a ser el que era, aunque tampoco este lugar en que ahora estoy pueda considerarse definitivamente logrado, ni como la meta en que termina el movimiento. El movimiento continúa y creo que no terminará hasta el verdadero final de todo, que es la muerte. Cada cual es un camino hacia sí mismo y el que termina de cambiar es porque ya se encuentra cerca de ella.

Por eso, apelo a la comprensión de los que tengan la buena voluntad de no exigir palabras definitivas. Creo que ellas no existen, o, si existen, solo son las que tienen que ver con la transformación, con la evolución, con el cambio. Quizás pueda decirse que este es el único punto en que todavía sigo siendo revolucionario. Ya no soy el que era. ¿Acaso alguno de mis posibles lectores es el que era? Ninguno, somos cada vez diferentes. Pero ¡ojo!, tampoco soy reaccionario. Los que no me gustaban en esa época siguen sin gustarme hoy día. Lo que pasa es que ahora tampoco me gustan mis antiguos amigos. Me he quedado más solo, pero, créanme, mucho mejor acompañado.

Entonces, este es un libro abandonado por su autor, que existe a pesar de su autor y hasta contra su autor. No me pidan explicaciones. No las tengo. Tengo este cuento y otros cuentos que vinieron después. La vida se me ha presentado como una eterna lucha en contra de la soberbia, como una constante respuesta a la consigna de Apolo: “conócete a ti mismo”, es decir, “mantente dentro de tus propios límites”, “no te excedas”. Lo malo es que cuando eso se haya logrado, ya será demasiado tarde. Por ahora solo pido que se mire esto como un tránsito. Hay más capítulos que no serán escritos de la misma manera. Hay más canciones. Si de todo esto no queda nada en pie, por lo menos que quede señalada una dirección. Hacia allá hemos caminado. ¿Hacia dónde? No lo sé. Ustedes se darán cuenta. Yo, nunca.

Santiago, octubre de 2002