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Pedro de Valdivia

Fotografía: Bárbara Barahona

Llegó la invitación e inmediatamente accedimos. Al principio pensamos que se trataba de María Elena, porque sabíamos que Pedro de Valdivia se había cerrado hace varios años y que en sus calles ya no penaba un alma. Pero siempre hemos tenido un compromiso especial con los mineros del norte. Sentimiento que es correspondido, porque, como nos contaron los productores del evento, los organizadores habían puesto como exigencia prioritaria nuestra presencia: el Quilapayún sí o sí. Así que viajamos el domingo 3 de junio desde Santiago y después de poco mas de dos horas de viaje en avión ya estábamos respirando el aire puro y seco del desierto. Después de instalarnos en un excelente hotel y de descansar un poco, emprendimos nuestro viaje definitivo hacia Pedro de Valdivia.

Se trataba de la celebración del 82° Aniversario de la ex Oficina salitrera y el Alcalde de la zona había previsto todo para que la celebración fuera en grande. Pedro de Valdivia en realidad está más cerca de Tocopilla que de Calama, pero el viaje más expedito es por esta última ciudad. El poblado se fundó en 1911 y junto a éste se encuentran las Oficinas salitreras Juan Francisco Vergara, Coya Sur y María Elena (ex Coya Norte).

En el año 1911, Guggenheim Brothers compró Chuquicamata y desarrolló esa gigantesca mina de cobre, bajo la conducción del ingeniero Elías Antón Cappelen Smith. Durante más de una década, Cappelen estudió la tecnología de la industria salitrera y diseñó un nuevo método para extraer y purificar el caliche, patentado como Sistema Guggenheim, aplicado por primera vez en 1926 en la Oficina Salitrera María Elena. La oficina fue inaugurada en el año 1931 y en 1965 pasó a poder de la Soquimich.

A comienzos de 1996 la oficina Pedro de Valdivia fue despoblada debido a la alta contaminación que emitía la planta salitrera. Aunque su maquinaria continúa funcionando, toda las personas del campamento debieron trasladarse hacia localidades cercanas, principalmente a María Elena. La ciudad se transformó en un lugar fantasma, con calles polvorientas por las que nunca pasa nadie, con sus casas y negocios vacíos, probablemente saqueados, con sus edificios públicos destechados y derruidos, aunque todo sigue milagrosamente en pie, como esperando el retorno de quienes alguna vez habitaron el lugar. Pasearse por esos lugares es una experiencia intensamente poética, porque la presencia de la ausencia de lo que ayer fue vida es asombrosamente intensa. Una ciudad abandonada, entregada a lo que de ella haga el tiempo, produce una prodigiosa activación de la memoria y al viajero que allí llega, aunque sea por primera vez, le parece tener recuerdos precisos de lo que nunca habrá vivido, pero que de alguna manera misteriosa lucha denodadamente contra el olvido.

Nosotros tenemos toda una historia con Pedro de Valdivia y María Elena, lugares que hemos visitado muchas veces y que feliz ente conocimos cuando se encontraban en plena actividad. La primera vez que cantamos en Pedro de Valdivia fue antes de la elección de Salvador Allende, en plena campaña, y lo hicimos en una cancha de basketball que todavía sigue en pie. Recuerdo perfectamente la maravillosa sensación de estar allí cantando bajo las estrellas en ese local no techado, abierto al mas bello cielo del mundo. Creo que fue esa vez que se selló nuestra amistad con los habitantes de esos lares. Recuerdo como los mineros nos recibían en sus casas deseosos de enseñarnos a degustar el “lonchi”, una especie de merienda típica tomada de los ingleses (lunch), pero traducida al chileno en la que se comía albacora y se tomaba té a las seis de la tarde.

Viajábamos en familia con nuestras mujeres en pequeñas “bans”, con los instrumentos y maletas amarradas al techo, porque adentro no cabían. Los organizadores de todos estos eventos eran los propios mineros que se desvivían por mostrarnos las ventajas de vivir en esas tierras tan desoladas, y aunque la mayor parte de los conciertos se hacían en condiciones técnicas muy precarias, teníamos un éxito sorprendente. Todavía no aparecía en nuestra historia la cantata Santa María, que reforzaría nuestra relación con el norte hasta llevarla a un nivel de profundo simbolismo, pero nuestro repertorio respondía perfectamente a las expectativas de los trabajadores. El Canto a la pampa, la Hierba de los caminos, Patrón, La canción del minero y tantas otras, llegaron a transformarse rápidamente en un decisivo factor de identificación que unió definitivamente nuestras creaciones con la historia y la vida de esos lugares.

Esta vez volvimos en grande. Se había instalado un enorme escenario en una explanada al lado de la plaza, que todavía existe con sus mismos pimientos, sus mismos bancos, su misma glorieta y su mismo monumento a O´Higgins. (Los ingleses deben haber impuesto a O´Higgins en lugar de Arturo Prat) y al lado de lo que fuera el cine, que también conserva intactas sus butacas y su decoración. Se había puesto a disposición de los interesados varios buses, de modo que el lugar estaba lleno de varios miles de personas, la mayoría de las cuales había llegado para recordar su vida pasada en ese lugar hasta no hace mucho tiempo. Los que habían llegado en auto, iluminándose con los faroles de sus vehículos, habían ocupado las casas cercanas al escenario instalando mesas improvisadas en los balcones y comiendo como alguna vez lo había hecho en el pasado.

Como había que esperar todavía algún tiempo antes de salir a cantar, con Caíto Venegas e Ismael, nos pusimos a buscar la casa donde había nacido y vivido en su niñez Nelly Santander, la madre de Caíto. El animador que hacía las presentaciones resultó ser un antiguo habitante de la ciudad que conocía todos los nombres de las calles y gracias a sus indicaciones pudimos dar rápidamente con el lugar. Resultó que la casa estaba a la vuelta de la esquina, frente a la plaza, así que pudimos sacar algunas fotos. La pequeña Nelly, que jugaba con sus amiguitas bajo los pimientos de la plaza no debe haber jamás imaginado que un hijo suyo iba a visitar esos lugares varios años después, cuando todo eso estuviera deshabitado y desmantelado. Y a ustedes que leen esto y que se creen a salvo de estas experiencias, me permito recordarles que: “Todo se borra todo, no queda casi nada, solo un perfume incierto, las ondas en el agua”.

El concierto fue bellísimo: a pesar de la ausencia de Farsán, a quien todos teníamos en la memoria, cantamos bien y nuevamente se produjo la magia de los años pasados. En algún sentido muy profundo somos y seremos de esas tierras. Creo que el Quilapayún es más que nada de esos lugares. ¿Por qué fue así? No me lo pregunten, porque yo tampoco lo sé, pero sé que es así. La quena, el charango, que siempre nos han acompañado y que en su momento hicieron nuestra mayor originalidad son testimonios de ello. Pero también están estas inolvidables giras, la cantata, Advis, Ortega, y eso que ocurre siempre cuando en esas tierras nos escuchan cantar.

Al final de El pueblo unido, comenzó una verdadera fiesta de fuegos artificiales. La celebración estaba terminando. Todo había salido como se había esperado y lentamente la ciudad de nuevo volvió a su muerte normal, la que le dan los hombres con su ausencia, aunque las canciones y los recuerdos siguen y seguirán poblando sus calles vacías.