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La Marcha

« Tant d’horreur et d’absurdité
n’auraient pu s’accumuler
sans la main du fanatisme »
(Voltaire).

En su momento, Francia acogió y adoptó al grupo Quilapayún, algunos de sus integrantes decidieron quedarse a vivir aquí, una historia de amor que todavía perdura.

Al tomar la autopista hacia Paris el cartel luminoso que habitualmente indica la hora, esta vez acogía al automovilista con tres palabras, JE SUIS CHARLIE, una sonrisa y otra vez la emoción que sube por la garganta. Un radiante sol de invierno jugaba con las nubes.

Éramos un millón y medio este domingo 11 de enero entre la plaza de la República, la plaza de la Bastilla y la plaza de la Nación, cuatro millones en toda Francia y otro tanto de carteles y lápices de colores para decir que la libertad de expresión no es una palabra vana, está anclada en lo más profundo del pueblo francés.
No había slogan ni consignas, solo una palabra, Charlie, y la marsellesa cantada cientos de veces seguida por olas de aplausos.

Adultos, jóvenes y niños, sonrisas y luminosas miradas para significar un sentido de pertenencia, de identidad, de solidaridad y de respeto, en una palabra, de humanidad. Francia eterna.

La espontánea voz popular dijo Charlie y estas siete letras de pronto encarnaron los ideales republicanos de libertad, igualdad y fraternidad, herencia de la revolución de 1789.

La libertad de expresión es sagrada en Francia y la separación de la iglesia del estado una realidad política y administrativa desde 1905, es el principio de laicismo o laicidad, no siempre bien entendido ni bien explicado. Si usted no es Charlie, no importa, lo que importa es que lo pueda decir y que nadie muera antes de tiempo por serlo o no serlo. Precisemos que los lápices de colores no matan.

Ya vendrá el momento de la reflexión sobre el concepto de “vivir juntos” cuando se pertenece a confesiones diferentes: cristianos, judíos, musulmanes, agnósticos y ateos. Tal es el caso de este gran país.