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Recordando a Cirilo Vila

Cirilo Vila ha formado a varias generaciones de músicos. La mía fue un poco dispersa en sus resultados, debido principalmente a que en medio de nuestros estudios se produjo el golpe militar. Algunos fuimos expulsados de la Universidad, y hasta del país, mientras los otros siguieron estudiando, pero en una Universidad que nunca más fue la misma que aquella en la que habíamos comenzado a estudiar. A pesar de esto, todos recibimos en diversas maneras y grados la impronta musical de Cirilo, que, sin proponérselo, inscribió en nuestra vida la fuerza de su personalidad como músico y como profesor. Como todos los que alguna vez hemos dedicado nuestra vida a la enseñanza, Cirilo dejaba una huella en la vida de sus discípulos que poco tenía que ver con los temas o contenidos de los planes de estudio o de las propuestas universitarias. Creo que a nosotros nos enseñó algo de lo que nunca se habló en clases y de lo que él mismo a lo mejor ni siquiera sabe que es maestro, esto es: el amor a la música, que es algo que no se enseña, pero sí se contagia.

Él siempre fue un profesor a su manera. Sus motivaciones nada tenían que ver con las prescripciones programáticas del Conservatorio o con el funcionamiento administrativo de la Facultad. Él ha amado la música, eso es todo, y este amor ha sido siempre el centro de su vida. Sus clases, aunque siempre trasmitían sabiduría, eran, por encima de todo, un ejercicio de respeto, de cariño y de admiración por la obra de todos los grandes maestros del presente y del pasado. Podía ocupar toda una clase analizando el “Träumerei” de Schuman y a la clase siguiente pasábamos directamente a la “Consagración de la Primavera”. Se seguía un camino que en cierto modo nosotros mismos le proponíamos. Como sabíamos que era cuestión de hacerle una pregunta para que comenzara a derramar sus conocimientos sobre nuestras todavía vacías cabezas, nos aprovechábamos de eso para ahondar en lo que en ese momento era objeto de nuestro entusiasmo. Así, aprendíamos lo que más nos interesaba y el resultado no podía ser más adecuado a nuestras espectativas. Eso es lo que explica por qué Cirilo siempre fue tan querido y admirado como profesor: nos enseñó lo que necesitábamos saber y nos hizo mejores músicos, pero también más honestos, porque nos empujó a seguir nuestro camino propio.

Ejercía un extremo respeto por lo que nosotros le presentábamos en cada clase, aunque muchas veces se trataba de aburridas elucubraciones en las que nadie hubiera podido encontrar ni la sombra de belleza musical. Eran composiciones que casi siempre partían como primeros movimientos de sinfonía, pero terminaban como humildes motivos apenas desarrollados. Él las tomaba en serio a todas por igual. No prejuzgaba sobre nuestras propuestas y nos permitía soñar sin interferir en nuestras chifladuras. Esto, al final quizás nos hizo comenzar creer en nosotros mismos y nos fue afirmando en nuestro propio camino. No sé que habrá sido de mis compañeros. El tiempo nos dispersó, pero creo que todos los que después hemos hecho diferentes tipos de música recordamos esas clases como grandes momentos en nuestra formación.

Cirilo no respetó jamás los horarios. Si teníamos clases a las 8,30 horas de la mañana, era claro que comenzaríamos cuatro horas más tarde o más. No importaba. Cuando se trataba de Cirilo el tiempo corría de otra manera. Como era imprevisible su hora de llegada, llegábamos a la Facultad pertrechados con libros y sentados en las escaleras hacíamos ejercicios de paciencia, que es sin lugar a dudas lo primero que Cirilo nos enseñó a tener. Esperar puede ser un arte: algunos de nosotros, mejor organizados, para pasar la espera llevaban a la Facultad juegos de ajedrez y hasta se llegó a organizar un famoso campeonato de ajedrez “Esperando a Cirilo” que no se incorporó a las actividades curriculares, pero que produjo memorables partidas. Estas esperas no importaban. Que yo sepa, nunca hubo reclamos. Sabíamos que la espera siempre valía la pena. Aunque la mayoría de las veces las clases partían a mediodía y podían perfectamente prolongarse hasta las 4 o 5 de la tarde, nadie se las perdía. Cirilo se sentaba al piano y nosotros nos disponíamos a su alrededor. A veces analizábamos obras clásicas y otras él revisaba minuciosamente los trabajos de cada uno de nosotros, aconsejándonos hacer tal o cual modificación e ilustrándonos sus ideas con ejemplos. Su capacidad de análisis musical era extraordinaria: no sólo era capaz de desarmar didácticamente las complejas formas que nuestra pedantería musical le ponía delante (para todos nosotros en ese momento la prueba de que uno era un buen músico estaba en la complejidad), sino que además las ponía en relación con obras de maestros de todos los tiempos, haciendo gala de un conocimiento analítico e histórico que nos dejaba a todos asombrados. Parecía conocerlo todo, desde la anécdota curiosa que explicaba por qué se había puesto tal acorde y de tal manera, hasta la estructura que resultaba del estilo de la época a la que correspondía la obra o la dirección que le había impuesto la personalidad del músico. Lo terrible para nosotros era que siempre daba en el clavo: después de recibir sus opiniones guardábamos nuestras partituras silenciosamente e inmediatamente empezábamos a pensar como íbamos a poder resolver los problemas que la paciencia de Cirilo había descubierto en esas músicas, que justo antes de entrar a su clase nos habían parecido obras maestras.

Lo más prodigioso era su facilidad para leer directamente cualquier partitura que se le pusiera delante. Transcribía directamente una compleja partitura orquestal y la tocaba inmediatamente sin ninguna vacilación. Como pianista era un prodigio, pero como lector todavía más. Eso hacía que sus clases fueran musicales de punta a cabo. No había una sola idea que no se ilustrara con ejemplos. Y a pesar de que su propia música, por su belleza, su sinceridad y su potente inspiración, podría haber servido muchas veces para cumplir este objetivo, nunca fue utilizada por él mismo para ello. Cirilo nunca se ha “vendido”, nunca se ha puesto delante de nadie, nunca ha tratado de imponerse a la fuerza. Su modestia es ejemplar. Como todo verdadero artista se ha encomendado al poder que su propia obra tiene por sí misma y con razón, porque ella no necesita de ninguna promoción o propaganda para asentarse como una de las músicas más poderosas de su generación.

Creo que Cirilo ha sido por encima de todo una excelente persona. Como todo gran profesor, más que imponer sus puntos de vista o tratar de influir sobre nuestros gustos musicales, nos dejó aprender. Enseñar es dejar aprender, abrirle al otro sus caminos propios. Él no ha escondido nunca sus opiniones, de cualquier tipo que sean, y como ellas vienen de un hombre esencialmente respetuoso de los demás, creo que nunca nadie se atrevió a ponerle la mano encima. El respeto que sus propios enemigos políticos han tenido hacia él fue un factor esencial para la continuidad histórica de la enseñanza de la música en la Universidad de Chile. Su contribución es enorme y el premio Nacional que se le otorgó es enteramente merecido. Los que hemos tenido el privilegio de haber sido alumnos suyos lo recordaremos siempre con el mismo cariño, agradeciéndole su generosidad y celebrando en su música una de las contribuciones artísticas más importantes de la cultura chilena de nuestra época.