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Pocas semanas después del triunfo de la Unidad Popular, en el cuadro de lo que más tarde sería la Operación Verdad, y sin que todavía el nuevo presidente hubiera asumido oficialmente su cargo, fuimos nombrados oficiosamente, "embajadores culturales" del nuevo gobierno. El propio Allende lo comunicó a la prensa, cuando nos despidió en un local de su partido, que se había transformado momentáneamente en su cuartel general, y en el cual, él atendía diariamente a los periodistas. Con este reconocimiento, en octubre de 1970, nos dispusimos de nuevo a partir rumbo a Europa, ahora mucho mejor organizados que la primera vez, y con un repertorio más adecuado a lo que estos países podían esperar de nuestra música. Esta gira duraría cerca de seis meses, y una de las etapas más interesantes para nosotros sería el ansiado viaje a Cuba. Junto a nosotros, iba, además, Isabel Parra, con quien habíamos estrechado nuestros lazos de amistad. Por aquella época, ella pasaba por una crisis sentimental que la tenía muy deprimida. Nos habíamos acercado en la época del montaje de la “Cantata Santa María”, que ella había seguido bastante de cerca, y no podíamos dejarla así, perdida, en medio de esos laberintos que se forman a veces por causa de decepciones y desgarros amorosos. Como los problemas de pasajes eran fácilmente solucionables, aunque ella no tenía muchas ganas de cantar, nos propusimos incluirla en la farándula, y hasta preparamos algunas canciones para integrarla a nuestros conciertos. De todas las experiencias de este largo viaje, ella hizo un relato completo en forma de décimas, que espero que algún día salgan a la luz, porque es un divertido documento, que va relatando diariamente los aspectos más entretenidos que tenían estas giras. Chabela era ya entonces la intérprete más reputada en nuestro país, y empezaba a ser reconocida como una de las mejores voces femeninas del continente. De ese tiempo hasta ahora, su talento ha sido confirmado, además, como autora y compositora, digna sucesora de su madre. No es vano recordar que algunas canciones muy conocidas, con textos de Violeta, han sido musicalizados por ella, como, por ejemplo, "Valentina", "Lo que más quiero", "Al centro de la injusticia". Fue ella, además, la primera chilena que comprendió la importancia de la Nueva Trova Cubana, difundiendo en nuestro país las canciones de Silvio Rodríguez, mucho antes de que a nadie se le ocurriera cantarlas. Chabela, como intérprete de la canción chilena, es un remanso de dulzura y femineidad, en un movimiento en el cual, hasta el momento, han predominado los artistas masculinos. Su figura delicada, su voz pura, desprovista de toda afectación, su sensibilidad mejor dispuesta para cantar los arreboles que los cielos tempestuosos, su repertorio, siempre escogido para expresarse como mujer antes que nada, le agregaban a nuestros conciertos ese otro lado de la vida, que nunca conseguiremos mostrar cantando solos. Su perfecta dicción, le da a cada palabra una significación escondida, expresando a veces el dolor de una herida, como otras veces, la simple ternura que proviene de un verdadero amor al mundo y al canto. La ternura no puede ser fingida, y aunque es uno de los sentimientos más frágiles, cuando se manifiesta, transforma a quien es capaz de expresarla, en una luminosa imagen de vigor y fortaleza.

Debo decir que, en cuanto llegamos a Europa, nos dimos cuenta que la imagen de Chile que allí se proyectaba, no era tan desastrosa como habíamos temido en el primer momento. Si bien la campaña anti-Allende arreciaba por todos lados, no era menos cierto que el proyecto de un socialismo democrático, cuyas reformas se harían respetando la Constitución y en un clima pluralista y libertario, encontraba también no pocos simpatizantes. En Chile, las cosas estaban muy agitadas, y ganar adeptos a nuestra causa era importante: la situación era muy peligrosa, el acuerdo básico entre la democracia cristiana y la izquierda se había logrado. Este, llamado, “Estatuto de Garantías Democráticas”, había sido firmado por Allende y Tómic, y, en lo principal, aseguraba el respeto del Congreso a los resultados de la elección. Pero con esto, se había iniciado la puesta en marcha de los planes abiertamente golpistas de la extrema derecha, incluyendo el criminal atentado en contra del general Schneider, quien, hasta entonces, era el aval del respeto de los militares a la democracia. Todas estas noticias, creaban expectación en el extranjero acerca del destino de nuestro proceso. Felizmente, en todos los países que visitábamos, encontramos amigos de Chile dispuestos a ayudarnos. Debo decir, sin embargo, que nuestras experiencias con el servicio diplomático chileno fueron bastante deplorables: los embajadores todavía no habían cambiado, y fuera de dos o tres, que comprendieron nuestra misión y apoyaron nuestro trabajo, el resto, que se preocupaba más bien de boicotear las medidas de política exterior del nuevo gobierno, nos mostraron una diplomática indiferencia.

Pero olvidémonos de estas miserias, y contemos algunas historias de estos viajes, que puedan dar alguna idea de las aventuras en que nos metía este oficio de cantores itinerantes.

Uno de los principales problemas que teníamos, provenía de nuestro desconocimiento de los idiomas de los países que visitábamos. A veces, estas deficiencias adquirían un carácter preocupante, pues quedábamos entregados a la eficiencia o ineficiencia de las traductoras y acompañantes, los cuales, no siempre cumplían su deber de transmitir nuestro mensaje. Recuerdo, por ejemplo, el caso de aquella amiga, en el país de Maricastaña, que tenía la particularidad de ser terriblemente tímida. Esto, no nos hubiera molestado, si, además, no se hubiera unido a esta característica, la de poseer una voz ronca y fantasmagórica, que parecía provenir de las más profundas tinieblas del Averno. "Buenos días", nos decía, con su acento rarísimo, y nosotros dábamos un salto. Como le tenía horror al escenario, por ningún motivo aceptaba aparecer con nosotros en la escena. Después de mil discusiones para tratar de convencerla, lo único que pudimos sacar en limpio con ella, fue lograr que se ubicara lo más cerca posible de nosotros, pero detrás de las cortinas, para que así, el público, cuyas miradas la aterrorizaban, no pudiera verla.

Cantábamos en un maravilloso teatro, grandioso y moderno, con una espaciosa platea, que, desde las bambalinas, para nuestra satisfacción, vimos repletarse completamente. Salimos a cantar como de costumbre, y después de la primera canción, que servía de presentación, quedamos esperando el anuncio de la segunda, que nuestra nerviosa amiga tenía que hacer desde su estratégica posición. Comenzó a hablar, su voz tenebrosa, con los efectos de la sonorización, se había hecho francamente espeluznante. Desde las catacumbas provenía este mensaj, que sonaba como una profecía: "Y ahoraaa el conjunto Quilapayún les interpretaráaa..." El público que escuchaba esta alocución de ultratumba, veía a estos siete tipos vestidos de negro, apenas iluminados por unos focos lejanos, y se sentía directamente transportado a los calabozos inquisitoriales de la edad media. Después de algunas canciones anunciadas de esta extraña manera, que por supuesto dejaron frío (en el sentido literal) a todo el mundo, mientras cantábamos en ese ambiente mortuorio, comenzamos a escuchar extraños ruidos que provenían de la sala. La delicada técnica de iluminación del modernísimo teatro nos impedía ver más allá del escenario, y como los ruidos comenzaron a hacerse cada vez más estruendosos, empezamos a inquietarnos. Terminamos la canción sin poder desentrañar el misterio, porque la sala seguía a media luz, cuando nuestra fúnebre traductora, con su sombría voz, cumplió una vez más su rito. Lo que ahora venía, era un tema indígena, apenas susurrado por las zampoñas, y que exigía una gran concentración de nuestra parte. Comenzamos a tocar, echando mano al recurso de siempre en esos momentos de difícil relación con el público: cerrar bien los ojos, y perderse en la música para calmar los nervios. La iluminación era tan tenue, que apenas nos permitía vernos. Comenzamos a tocar, y comenzó el mismo ruido de antes, algo como un murmullo, un roce extraño, como si a lo lejos se hubieran echado a andar las rodajas de una máquina fabulosa. La cosa fue en aumento, y, tal como había ocurrido las veces anteriores, en los últimos acordes de la canción, el ruido fue aminorando, hasta casi desaparecer con nuestra última nota. ¡Qué cosa más rara! Sólo que esta vez, para sorpresa nuestra, la sala se iluminó completamente, y por fin pudimos descubrir lo que estaba ocurriendo: como para esta gente de lejana cultura, nuestra música era tan rara, que no podían comprender en que rito fúnebre o macabro los habían metido, aprovechaban la obscuridad de la sala para escaparse de nosotros. Y así se producía este fenómeno, digno de una película de Chaplin, cada vez que la luz volvía a encenderse, todos se sentaban rápidamente, para que nosotros no nos percatáramos de la estampida. Como esto se venía produciendo desde las primeras canciones, el teatro ahora parecía medio vacío. Ahora, el subterfugio era flagrante, y pudimos sorprender a algunos de los desesperados en la mitad de su movimiento, medio sentados, medio parados, atropellándose por salir. Nuestro concierto, que había comenzado tan exitosamente, terminó con cuatro pelagatos, probablemente con dos muy entusiastas, y con otros dos, tan atemorizados con la voz de nuestra intérprete, que no se habían atrevido a largarse de nuestro aburrido ritual.

En otro país, de cuyo nombre no quiero acordarme, un día de invierno, mientras la lluvia y el viento azotaban los árboles afuera, nosotros nos encontrábamos dando un concierto de rutina, en un teatro perdido, cuyas características no describiré para ahorrarme los sentimientos nostálgicos. Con la sensación de estar cantando desolaciones para desolados, en medio de desolados paisajes, nos enfrentamos de pronto con un misterio que, en todo este tiempo, a pesar de los esfuerzos que hemos hecho por dilucidarlo, nunca hemos podido aclarar. El hecho es que, justo cuando iniciábamos nuestra canción, "A la mina no voy", sin que por nuestra parte hubiéramos hecho nada que lo justificara, todo el teatro comenzó a reírse. No a reírse para expresar su simpatía por este grupo que había atravesado los mares para venir a cantarles, tampoco porque el Willy hubiera dicho alguno de los chistes internacionales de su repertorio, o porque nos hubiéramos equivocado en una palabra o en una nota. No, a reírse a carcajadas, a morirse de la risa, a desternillarse hasta las lágrimas. Nosotros seguíamos cantando, y observábamos hacia todos lados, para descubrir que era lo que podía causar tanta hilaridad en un público de conducta más bien reservada. Pero no detectábamos nada inusual, nuestros ponchos eran los mismos de siempre, estábamos dispuestos en la escena como de costumbre, nadie se había equivocado o pintado la cara, nadie tenía zapatos de otro color. Pero bastaba que nosotros emitiéramos el más mínimo sonido, para que la gente soltara la carcajada. Volvimos a revisarnos con la mirada, Hernán estaba con sus pantalones perfectamente planchados, ninguno había cometido error alguno en el peinado, todos estábamos honestamente cantando, y con los marruecos cerrados, lo que no impedía que nuestra algazarera audiencia continuara su fiesta, muriéndose de la risa con cada una de nuestras notas musicales. El punto máximo fue alcanzado cuando Carlitos comenzó a cantar su parte solista. La batahola que se formó cuando llegó a la parte, "abandonado de Dios" fue indescriptible; parecía que el teatro iba a explotar. El negro explotado por el capataz sin conciencia, obligado a trabajar en la mina, mientras su mujer y sus hijos lo esperan en la casa, sumidos en la miseria, hizo a esta gente llegar a tales paroxismos de alegría, que, a partir de allí, las carcajadas se transformaron en alaridos de júbilo. Algunos que ya no podían soportar los espasmos, tuvieron que salir de la sala. Nosotros, que no entendíamos qué pasaba, con una sonrisa bobalicona en los labios, sin saber si acompañar las risas o si ponemos a llorar, seguíamos cantando, haciendo como si no pasara nada. Pero pasaba y mucho. Lamentablemente, nunca pudimos saber qué. Cuando terminó la actuación, y pudimos preguntar a los intérpretes cuál había sido la causa de tamaña algarabía, ellos, sonriendo, nos daban respuestas evasivas. Muy bien, nos decían, estuvo muy bien. Nosotros, obligados a quedarnos sin entender, tuvimos que resignarnos a la idea de haber sido un espectáculo bufo, sin saber en qué consistían nuestros chistes.

En otras partes sí entendíamos. Por ejemplo, esa vez en que estábamos detrás de las cortinas, preparándonos para la actuación, mientras el público llenaba la sala. Por lo general, mientras esto se hace, la gente que ve la cortina cerrada, se imagina que detrás todo está tranquilo y silencioso. La verdad es que, casi siempre, es todo lo contrario, los tramoyistas están en los últimos preparativos, uno clava, otro saca una escalera, otro fija una luz, nosotros mismos nos paseamos, uno haciendo vocalizaciones, otro regulando los micrófonos, otro ordenando los instrumentos, afinando las guitarras o ajustando las percusiones. Todo el mundo trabaja.

Como ya era bastante tarde, nuestro intérprete, que sabía tanto de español como nosotros de turco, comenzó a darnos a entender por gestos que había que empezar. Rodolfo, que andaba por allí, hablándole con las manos, le indicó que se quedara tranquilo, y que cuando estuviéramos listos, le avisaríamos. Como el traductor, además de no hablar nuestro idioma, era más tonto que un apio, creyó que las morisquetas de Rodolfo significaban precisamente lo contrario de lo que éste quería decirle, e inmediatamente dio la orden de que se abrieran las cortinas. Se apagaron sorpresivamente las luces de la sala y estas comenzaron a abrirse. Nosotros, que estábamos en cualquier cosa, menos en lo tendríamos que haber estado en ese instante, al ver el peligro que se nos venía encima, comenzamos a hacer señas para que los técnicos volvieran a cerrar. Nuestro intérprete comprendió por fin qué habían querido decir los gestos de Rodolfo, y, tratando de salvar la situación, se aferró a los dos extremos de las cortinas, que ya habían comenzado su fatídico movimiento. El pobre quedó al centro de la escena, de cara al público, con los brazos abiertos de par en par, y elevándose a medida que las cortinas se abrían, pues, azorado como estaba, no se atrevía a soltarlas. Gritaba a voz en cuello la única palabra que teníamos en común: "¡No, no, no!". El daño estaba hecho, y más que hecho, porque, además de este inusitado espectáculo que estaba dando nuestro desesperado guía, ante la vista del público quedó todo lo que en ese instante estaba sucediendo detrás del escenario. Las cortinas terminaron de abrirse, y nuestro desdichado amigo se desplomó en medio de la escena. Mientras él salía corriendo a esconderse detrás de las bambalinas, nosotros, más serios que nunca, nos acercamos a los micrófonos, y comenzamos a cantar: así comenzó nuestro primer recital surrealista.

Otra de nuestras desventuras por causas idiomáticas, ocurrió en Francia. En esa época, nuestras actuaciones reposaban sobre todo en el interés de algunos amigos, o de personas que tenían lazos afectivos con América Latina. Una de ellas era Roland Gervaud, cantante francés de la época de Maurice Chevalier, que había hecho una carrera cantando en los cabarets de La Habana, y que ahora trabajaba para nuestra casa de discos francesa, Pathé Marconi, haciendo de relacionador público. Él fue quien nos consiguió nuestras primeras actuaciones en televisión, y pequeñas actuaciones que nos servían para mantenemos a la espera de otras más importantes.

Un día llegó a nuestro hotel con una buena noticia. Nos había conseguido una temporada en el cine de Clichy, en el cual se quería reiniciar la antigua tradición de los grandes cines parisinos, de anteponer a los films, espectáculos vivos de cabaret. Nosotros teníamos que integrarnos a una primera parte, ya armada, con cantantes populares, con un cuerpo de coristas y con todo un espectáculo a la moda de los años 40. De ese cine, hoy día no queda nada, y creo que ése fue el último intento de rehabilitar estas grandes salas a la antigua, todas transformadas hoy día en multicines. El espectáculo estaba bastante bien concebido, y, entre los números de baile, con mucho vestuario y muchas hermosas bailarinas, se necesitaba un cierto tiempo, que permitiera a los tramoyistas cambiar el decorado. Nosotros teníamos que llenar estos espacios: se cerraban las cortinas, y, mientras cantábamos sobre una pequeña plataforma especialmente habilitada para nuestro grupo, los hombres podían trabajar sin problema. Como el asunto era fácil, nunca ensayamos el espectáculo completo, y nos limitamos, simplemente, a probar los micrófonos y a ver cómo íbamos a entrar en escena.

La noche del estreno, nos vestimos, y esperamos hasta que el director nos dio la orden de ir a instalarnos en nuestra plataforma. En la semioscuridad de la sala, nos ubicamos frente a los micrófonos, y comenzamos a interpretar "El canto de la cuculí", que, por esa época, se escuchaba a veces en las radios parisinas. Estábamos en esto, soplando nuestras quenas y rasqueteando charangos y guitarras, cuando de repente, todos pudimos percibir, que por entre las rendijas que dejaban las tablas con las que estaba construida nuestra pequeña escena, comenzó a salir un sospechoso humito blanco. Un poco preocupados, miramos hacía el público, pero nadie parecía percatarse del incidente; la gente seguía escuchándonos con bastante atención y parecían indiferentes al suceso. Pero el humito seguía y seguía saliendo, y cada vez con mayor profusión. Empezamos a dudar. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos tocando, o paramos y damos la alarma? Mientras pensábamos en esto, seguíamos tocando nuestra famosa cuculí, que duraba y duraba, como una sinfonía. Si dábamos la alarma, era posible que una catástrofe se desencadenara de inmediato en el teatro. Al grito de ¡fuego!, la gente iba a tratar de salir desesperadamente, y se corría un serio riesgo de que los niños y los ancianos fueran pisoteados por la multitud despavorida. Los inocentes espectadores seguían escuchando nuestra música, que ahora nos parecía una franca pesadilla. Nos imaginábamos que cualquier cosa que pasara si les advertíamos el peligro, iba a ser de responsabilidad nuestra. No podíamos ser los causantes del pánico que terminaría con la vida de quién sabe cuántos inocentes. ¿Y nosotros mismos, que estábamos parados precisamente donde el fuego estaba comenzando, íbamos a aceptar morir allí quemados? ¿Qué hacer, qué hacer, qué hacer? Había que esforzarse por mantener la calma, y dejar que los propios espectadores comenzaran a percatarse del peligro y tomaran las medidas del caso. Pero, ¿por qué los responsables no hacían nada? El capitán se hunde con el buque, el pánico es mucho más peligroso que el incendio. Armados de valor, seguimos tocando nuestra mortal cuculí, que no terminaba nunca. La humareda se estaba haciendo insoportable, la cosa era seria. Pero había que dar el ejemplo: nosotros éramos artistas revolucionarios, en una situación como ésa no podíamos dar muestras de ninguna debilidad. Haciendo de tripas corazón, seguimos tocando en medio de lo que ya nos parecía un incendio declarado. ¿Pero, por qué diablos la gente no se da cuenta? Tal vez un efecto de luz los encandila. Envueltos en un humo tan espeso, que nuestras siluetas se esfumaban, terminamos nuestra heroica cuculí. Entonces pasó lo más curioso: el público, sin inmutarse en lo más mínimo, aplaudió calurosamente. Estos franceses nos van a volver locos con su racionalismo. Para terror nuestro, algunos comenzaron a gritar: "¡Une autre, une autre...!", mientras nosotros mirábamos asombrados a través de la espesa humareda. Íbamos a empezar a llamar a la calma, y a tomar todas las medidas para el desalojo de la sala, cuando de pronto se abrió el telón detrás nuestro, y apareció en pleno el espectacular elenco de esculturales bailarinas con su colorido vestuario. El piso en que bailaban era una espesa cortina de humo, que permitía apenas distinguir sus piernas. Comprendimos todo: lo que habíamos tomado por un incendio, era en realidad, un efecto escénico, un humo artificial, que salía de enormes cañerías repartidas por el escenario. Como nadie nos había avisado y nadie podía avisarnos porque no comprendíamos ni jota de francés habíamos vivido todo como un cataclismo. Durante exactamente tres minutos y cuarenta y dos segundos, habíamos vivido la experiencia de la catástrofe inminente. Nadie saludó nuestro heroísmo, que nosotros, por supuesto, hemos tenido la delicadeza de guardar en silencio hasta ahora.

En París teníamos importantes cosas que hacer, pero grandes dificultades para financiar nuestra estadía. Las actuaciones que nos conseguíamos eran, casi siempre gratuitas y tenían más bien un propósito político. A veces, también se nos pedía cantar en obras de beneficencia. Una vez cantamos para ayudar a una fundación de protección de lisiados. Como retribución, fuimos invitados por una de las organizadoras del acto, a comer en un antiguo restaurant parisino. Pasamos un agradable momento conversando con ella, se trataba de madame d'Ornano, actual alcalde de Deauville, y esposa de uno de los líderes de la derecha francesa. Ella elogiaba nuestras barbas revolucionarias, que, más que evocarle la semblanza de los guerrilleros latinoamericanos, le recordaban la imagen del Nazareno, con lo cual se demuestra que cada cual puede ver en nosotros lo que quiera.

Para subvenir a nuestras necesidades, como todos los músicos latinoamericanos de paso por París, también nosotros fuimos a parar a los boliches del Barrio Latino (que, entre paréntesis, no tiene ese nombre, como comúnmente se cree, por ser el lugar más concurrido por los latinoamericanos, sino porque allí se ha encontrado siempre La Sorbonne, y, porque en épocas remotas, cuando la sabiduría se enseñaba en latín, en esos predios esta lengua llegó a ser el idioma de la calle). En esa época, los más importantes eran dos: La Candelaria y L'Escale. Hoy día sólo queda este último; el primero, que entonces era atendido por Miguel, un andaluz que amaba a Violeta, y que le dio trabajo durante toda su estadía en París, hoy día ha cerrado sus puertas para siempre. Allí, en esas "caves", tan de moda en la época de los existencialistas, cantamos durante algunas semanas. Se cantaba todas las noches; como nuestro grupo era demasiado numeroso para esas escenas pequeñitas, formamos dos conjuntos, uno con la Chabela y otro casi puramente instrumental. Cantábamos dos veces por noche, una a las 11, y otra a las 2 ó 3 de la mañana. Hacíamos vida nocturna, y frecuentábamos a todos los bohemios latinoamericanos que pasaban por ahí. Algunos de esos amigos todavía andan dando vueltas por esos lugares. Varios grupos que han llegado a ser muy populares en Francia, y que han difundido la música latinoamericana en Europa, han sido atracción en estos sitios: Los Incas, Los Calchakis y Los Machucambos, que siguen siendo los propietarios de L'Escale. Como toda nuestra vida tenía centro en ese barrio, nos conseguimos un hotel por allí cerca, y en él ensayábamos cuando no andábamos vagabundeando por las calles, visitando las galerías y librerías, o patiperreando con la que fuera nuestro amor de paso. Uno de estos amores no fue tan de paso para Hernán, aunque en ese momento no lo podíamos saber. Los dueños de nuestro hotel tenían dos hijas, y una de ellas, más adelante, se transformaría en la esposa de nuestro amigo.

En París, además de un programa de TV de fin de año, “Le Monde en Fête”, con Charles Trenet, y realizado por Raoul Sangla, de un concierto en el teatro de la Cité Internationale, hicimos muchas entrevistas y contactos periodísticos. Pero también tuvimos bajas. Fue allí que nos separamos definitivamente de Patricio Castillo, cosa que nos creó algunos problemas, al principio, pero de la que rápidamente nos repusimos, pudiendo terminar nuestra larga gira sin contratiempos.

En Berlín, RDA, participamos en un importante evento, el Segundo Festival de la Canción Política, que fue nuestro primer contacto más profundo con un país socialista. En realidad, y a pesar de haberlos visitado casi todos, en el único donde nuestra música ha tenido una acogida importante, ha sido en la RDA. Esto se debe seguramente a la mayor proximidad cultural que existe entre nuestro país y Alemania. De todos los demás países, estamos muy alejados, y en ellos, nuestra música difícilmente puede atravesar la barrera del exotismo. En la RDA, en cambio, nuestro mensaje siempre ha encontrado una especial receptividad. Con esto tiene que ver también la existencia allí de un movimiento de la canción, muy similar al nuestro, aunque con una tradición que sigue otros derroteros. La canción política alemana tuvo una extraordinaria importancia en la época de Brecht, quien, junto a Eisler, a Kurt Weil, y a otros músicos, hizo revivir, de un modo original, el lied alemán, adaptándolo a las necesidades históricas y políticas de la lucha antifascista y antimilitarista. Este repertorio, que podríamos considerar clásico de la música alemana de este siglo, ha influido bastante en Chile, a través de obras de algunos músicos, que, basándose en esta tradición, han querido recrear una experiencia similar en nuestro país. Toda la creación de canciones que se salen del plano estricto de la música popular, y que forman un conglomerado bastante numeroso en nuestro movimiento de la Nueva Canción, tienen que ver directamente con el nuevo lied alemán. El musicólogo descubrirá fácilmente la enorme cantidad de rasgos estilísticos que han pasado del lied alemán de este siglo a la música nuestra. Este interesante intercambio es lo que ha facilitado la comprensión de nuestra música en ese país, y nos ha permitido una relación más profunda con la juventud de ese pueblo.

Además de esto, está también el factor político: la RDA, cuya población tiene muy presente las desgracias del fascismo, ha sido especialmente solidaria con nuestra causa. El Festival de la Canción Política de Berlín, organizado por el Oktober Club, uno de los grupos más masivos de la canción existentes en ese país, se ha transformado con el tiempo, en un importante evento internacional, por el que han pasado muchísimos grandes artistas, como el propio Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Dieter Siverkrup, Floh de Cologne, Silvio Rodríguez, Miriam Makeba, y muchos otros. La experiencia del Oktober Club fue uno de los motivos por los cuales nosotros quisimos hacer algo similar en Chile, cuando, en 1972; creamos una especie de escuela, con la intención de masificar nuestra labor. Nuestra presencia en el Festival nos sirvió para conocer a muchísimos artistas, que, en los países más diversos, estaban haciendo algo muy similar a lo que nosotros queríamos lograr. Ese intercambio ha sido uno de los factores de la internacionalización de nuestra música, que, de otra manera, se hubiera quedado en el estrecho marco de nuestra realidad isleña. El Festival nos permitió conocer a muchos amigos, que, en sus países, han sido entusiastas agitadores de nuestra causa y de nuestra música, estableciendo lazos de hermandad entre músicos que han puesto su canción al servicio de buenas causas, como el antifascismo, el antirracismo, la independencia y la justicia social.

Conocer más de cerca los países socialistas, haber podido recorrer las provincias, en largas giras, por la URSS, la RDA, Hungría, Checoslovaquia, Rumania, haber podido hablar directamente con sus gentes, conocer sus problemas y sus inquietudes, nos ha dado una visión más objetiva del famoso problema del socialismo real. Frente a esto, nuestra actitud ha evolucionado con el tiempo. Al principio, viniendo de un país subdesarrollado, sin mucho conocimiento de la realidad europea, y con un sentimiento fuertemente antiimperialista —por lo demás, plenamente justificado por lo que ha sido nuestra historia de "venas abiertas", de explotación descarnada, de miseria y de injusticia— nuestra actitud era bastante acrítica, buscando lo bueno, incluso allí donde era evidente que había graves problemas. A veces, necesitamos ver el mundo de una cierta manera, y, como la capacidad más poderosa del hombre es la imaginación, somos capaces de ver vestidos de seda, donde hay harapos, y estrellas, allí donde hay cielos nublados con nubarrones tempestuosos. Para nosotros, los países socialistas eran una gran esperanza, otra posibilidad, otra salida para nuestra situación degradada: necesitábamos que allí todo fuera bueno, justo, acertado, no queríamos reparar en los defectos. Con el tiempo, esta visión idílica no podía sostenerse. El poder de la realidad, pero, además, una mayor madurez para encarar nuestras propias ilusiones, las cuales cada vez necesitan menos asideros reales para seguir siendo ilusiones, nos fue haciendo comprender que la ceguera puede transformarse en irresponsabilidad, y que nuestras esperanzas deben aprender a nutrirse de nuestras propias energías para inventar futuros.

Hoy día, frente a los países socialistas, nosotros asumimos una actitud crítica. No rechazamos todo, pero hay cosas con las cuales no podríamos estar nunca de acuerdo, especialmente, con aquellas que tienen que ver con nuestra propia situación de artistas, y, en primer lugar, con los atentados en contra de la completa e irrestricta libertad de expresión, que es el terreno único de donde surge el arte. El estalinismo ha hecho, y sigue haciendo, estragos, especialmente ahora en que pareciera haber sido superado. Los responsables políticos del movimiento comunista parecen convencidos de que esta falsa ideología ya ha quedado atrás. Nosotros creemos que en los países socialistas, ésta sigue imperando, y, en el fondo, es éste uno de los mayores obstáculos al desarrollo socialista: es cierto que allí hay realizaciones no despreciables en el ámbito cultural, la lucha contra el analfabetismo, la implantación de una estructura material de la cultura (museos, teatros, etc.), la superación de algunos problemas económicos (mantención de los artistas, ayudas a algunas de sus realizaciones, etc.), pero, desde un punto de vista social, siguen allí imperando la censura, la concepción obrerista y sectaria de la política, la represión en contra de los que no se alinean con las consignas oficiales, y muchas otras taras que no tienen ninguna justificación posible.

Nosotros mismos, hemos tenido que soportar algunas arbitrariedades, donde se revelan estos excesos. Por ejemplo, en la propia RDA, en 1971. En esa fecha, durante este mismo festival al que hacíamos alusión, fuimos contratados por la casa de discos oficial, para hacer una grabación con Isabel Parra. Cuando hablamos con los productores, decidimos con ellos todos los detalles de la salida del disco, e incluso, como acostumbrábamos hacerlo, los problemas concretos de presentación. Como era un disco, mitad nuestro, y mitad de la Chabela, decidimos poner una fotografía nuestra en una cara, y una de la Chabela en la otra. Pasamos toda una mañana, sacándonos fotos con Sibyle Bergemann, gran artista, que, seguramente es quien mejor nos ha fotografiado nunca. Los resultados fueron excelentes. Pero lo extraño es, que cuando salió el disco, en la carátula salió únicamente la foto de nuestra amiga. Sobre ella estaba impreso el nombre nuestro. Cuando volvimos a la RDA, algunos meses después, nos encontramos con esta sorpresa, y como el asunto nos intrigó, para saber qué había pasado, comenzamos a escalar de oficina en oficina, hasta encontrar por fin al responsable de las arbitrariedades. Su explicación fue simple: "La imagen de las barbas es un símbolo que nosotros no queremos difundir en nuestra juventud". Y todo esto dicho muy seriamente. "La juventud alemana es una juventud sana, y la revolución corresponde aquí a otra cosa, a la imagen de gente aseada y bien afeitada". Nosotros escuchamos esta explicación con la boca abierta, y viendo lo inútil que podrían haber sido nuestras protestas, nos largamos. Por supuesto, lo que nos molestaba no era el hecho de aparecer o de no aparecer en una foto —después de todo, una fotografía de la Chabela siempre será más agradable de ver que nuestras peludas caras de facinerosos—. Lo que era inadmisible, era que nuestra apariencia fuera censurada por un burócrata imbécil. Podemos imaginamos lo que deben sufrir los artistas que tienen que enfrentarse diariamente con este problema, que ya nada tiene que ver con si socialismo o si no socialismo, pues son las taras producidas por falsas concepciones aprendidas como catecismo, y aplicadas sin el menor sentido crítico. Este es un pequeño e insignificante ejemplo, pero en el que se revelan muchas cosas que ya no son tan insignificantes. Evidentemente, de experiencias como esta no se van a sacar conclusiones acerca del valor de un sistema social. Cuando adoptamos una posición crítica frente a los países socialistas, tenemos en cuenta todo lo que hemos visto, vivido y leído sobre el asunto. Estas sociedades europeas están basadas en una falsa comprensión del marxismo, que lo pone en contradicción con las fuerzas de la cultura. Lamentablemente, todavía no existe ninguna elaboración crítica que permita salvar lo positivo, condenando definitivamente lo negativo. Por lo general, no se ha entendido que el marxismo, como filosofía, no tiene sentido si no es ubicado dentro de la tradición milenaria del pensamiento humano, no puede ser él, el ordenador o el estructurador de esta tradición de la cual él es, en el fondo, un resultado. Sólo cuando se ubica al marxismo dentro de la Filosofía, o de la Ciencia, y no al revés, la Filosofía y la Ciencia dentro del marxismo, es que se comprenden bien las cosas. Pero esto no es tarea de este libro. Lo que queremos mostrar simplemente, son las razones que tenemos para tomar nuestras distancias con respecto a estos sistemas, aunque sin condenar en bloque, y maniqueamente, todo lo que en ellos se ha hecho. En estos países, encontramos muchísimos amigos, mucha gente que hoy día piensa como nosotros, y que, seguramente, están tratando de hacer cambiar las cosas. Lógicamente, en sistemas como ésos, los cambios son muy lentos, y hay que medir los resultados en largos años de conciencia, estudio o reflexión. Lo que sí es seguro, es que el maniqueísmo no arregla nada, ni de uno, ni de otro lado. En la medida en que las fuerzas de la cultura sigan vivas, la reflexión crítica seguirá abriéndose paso, y no hay por qué pensar que solamente hay evolución y progreso en uno solo de los polos de este mundo dividido en que vivimos. La cultura es el logos del diálogo, del diálogo entre ortodoxos y disidentes, del diálogo entre socialismo y mundo occidental. Quien se atreva a poner su esperanza en otra cosa, que nos avise, nosotros estamos deseosos de encontrar una salida para este terrible terreno de conflictos y desgarros. Lo que debemos condenar sin debilidad ninguna, es el estalinismo, y esto, no solamente como se ha hecho, como crítica a un hombre o a una gestión política e histórica (culto a la personalidad), sino como forma incorrecta de comprender la revolución, la lucha de clases, la sociedad capitalista, el conflicto socialismo-capitalismo, y toda la larga lista de errores ideológicos y teóricos que esta nefasta perspectiva implica. Las faenas de la cultura no pueden dejar de ser críticas frente a lo que ocurre hoy día en el mundo socialista, si no se quiere perder toda autoridad para criticar este mundo en que vivimos, en el cual tampoco todo es loable, y del cual también habría mucho que decir. Nosotros somos hijos de una enorme crisis de nuestra sociedad, el capitalismo descarnado y las fórmulas propuestas por los gobiernos norteamericanos, no nos acomodan en absoluto; después de años y años de terribles luchas, seguimos en la miseria, en la dependencia, y en la ausencia de justicia y democracia. El mundo que queremos está por inventar, para construirlo tendremos que tener en cuenta las dolorosas experiencias del estalinismo, pero también las no menos horribles del fascismo, y de nuestras sangrientas dictaduras; la democracia y la libertad son, como siempre, cosas por hacer, y una vez que hayamos conquistado por fin nuestros sueños, habrá que inventar otros, porque de nada sirve lo ganado, si no es para abrirse hacia otros territorios por ganar. ¿Que esto es desesperado? ¿Y creerá alguno todavía que la vida del hombre se consume en otra cosa que en su lucha y en sus sueños? ¿Quedan todavía ingenuos que piensen que llegaremos a construir el paraíso en la tierra? ¿Hay todavía quienes crean que podremos decir algún día, por fin: ¡nuestro trabajo está hecho, ahora descansemos!? Nosotros amamos lo que hacemos, buscamos cantar con razones, y razones para cantar. No quisiéramos que nada se termine; por el contrario, nos satisface plenamente el hecho de que siempre esté todo por hacer. ¿Y si no fuera así, qué otro sentido podría tener nuestra existencia? La lucha de clases es un deporte, no una cruzada maniquea. Tal vez hasta se pueda luchar a muerte, reconociendo la razón del enemigo. ¿Y el fondo dialéctico del marxismo (Marx escribió “El Capital”, no “El Socialismo”) no es precisamente esto?

En marzo de 1971, partimos a Cuba desde Madrid, y llegamos al país, antes de llegar. Bastó que nos subiéramos al pequeño avión a hélice, atestado de pescadores que volvían a la patria después de haber pasado varios meses pescando en las costas africanas, para sentirnos de inmediato en la tierra de Fidel. El largo y accidentado viaje, que nos llevó primero a las islas Azores, para después cruzar hacia Canadá, porque el Atlántico estaba lleno de temporales, fue toda una fiesta, protagonizada por estos trabajadores que se atropellaban para contarnos cómo era Cuba. Cuando las auxiliares nos entregaron a cada pasajero un habano, las expresiones de júbilo redoblaron. Rápidamente, la angosta cabina se llenó de humo, que, fumadores y no fumadores, tuvimos que aspirar como si fuera el máximo placer sobre la tierra. Cantando guajiras, fumando y tomando ron, descendimos en La Habana.

En el aeropuerto, la recepción fue calurosa. Abrazos, daiquiris, y hasta boleros interpretados por uno de esos tríos característicos que han popularizado este tipo de canción caribeña en todo el continente. Una vez resueltas las formalidades de tránsito y aduana, nos dirigimos de inmediato al legendario Habana Libre, aprovechando el trayecto, para comenzar a habituarnos a la idea de un socialismo latinoamericano: grandes carteles con consignas revolucionarias, imágenes del Che, de Fidel, saludos de bienvenida, todo esto en un marco familiar de caseríos, palmeras y calles de barrio, como pueden encontrarse en casi todos nuestros países. Enormes Buick o Chevrolet, con los neumáticos desinflados, y las latas a mal traer, abandonados junto a las calzadas, polvorientos e inútiles. En lo demás, una hermosa ciudad moderna, junto al mar, con bellos edificios de espaciosos balcones abiertos a un cielo azul y a un sol ardiente. La revolución aparecía de repente, en la plaza de ese nombre, en las consignas, en las enormes explanadas, que en los documentales habíamos visto, siempre llenas de multitudes, agitando banderas y avivando los discursos de Fidel. Pero no vamos a hacer el relato general de este viaje, en el que tendríamos que detenernos largamente para resumir todo lo que allí vivimos. Queremos simplemente contarles lo que tuvo directamente que ver con nuestro oficio.

Tal como era de esperar, la revolución había desplegado variadas iniciativas, con el objeto de favorecer todas aquellas expresiones artísticas, que, durante el régimen anterior, habían existido a la buena de Dios, y que estaban más cercanas a lo popular. La música ha sido siempre una de las grandes riquezas de la cultura popular cubana, y nuestra visita fue una oportunidad para conocer de más cerca su desarrollo bajo las nuevas condiciones. Estuvimos con muchísimos conjuntos de música folklórica, cultivadores del punto y del contrapunto campesino, típica forma proveniente de España, que existe bajo otras modalidades, en casi todos los países latinoamericanos. En el nuestro, por ejemplo, esta forma tiene su centro, más en la poesía, que en la música, y está representada por las famosas "payas", en las cuales dos cantores se enfrentan en un duelo de versificaciones cuadradas en décimas. En Cuba, a esta música se ha unido la fuente africana, para dar como resultado, los ritmos más característicos de la isla: la guajira y el son. Pudimos también conocer a varios conjuntos de baile, que nos enseñaron las macumbas cubanas, surgidas de los ritos africanos, y los espectaculares trajes y personajes nacidos de esta tradición de leyendas y cantos, cuyo origen se pierde en la noche del tiempo. En estas reuniones, por supuesto, nunca faltaban las demostraciones de cha-cha-cha o de rumba, que son dos de los grandes aportes de Cuba a la música bailable. Lo interesante es, que en Cuba, la música popular se confunde casi con la música folklórica, dándole a esta última un arraigo profundo, y una vitalidad que no tiene en todos los países de América Latina.

Conocimos también algunos representantes del movimiento del "feeling", la canción romántica, César Portillo de la Luz y José Antonio Méndez, quienes habían popularizado muchísimos boleros, cantados en nuestro país por Lucho Gatica. Dicho sea de paso, es raro que el bolero todavía no haya encontrado un Borges, que lo valorice como importante manifestación de la cultura popular. Su hermano, el tango, ha tenido mejor suerte, y ha sido recuperado por una interpretación literaria.

La música cubana tuvo siempre gran importancia en América Latina, pero el bloqueo impuesto por los norteamericanos, interrumpió el estrecho contacto que existía entre ella y los demás países, restringiendo considerablemente su influencia. A pesar de ello, desde fines de los años 60, ella ha vuelto a dar muestras de gran creatividad, a través de lo que se ha llamado, la Nueva Trova Cubana. En ese momento, este tipo de música estaba recién comenzando, y sus representantes más connotados, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, tenían todavía dificultades para imponerse. Felizmente, sus esfuerzos no fueron en vano, y encontraron un eco institucional en la Casa de las Américas y en el ICAIC, organismos que impulsaron este tipo de canciones, que hoy día irradian su influencia desde Cuba hacia todos los países de habla hispana.

La Nueva Trova coincidía casi exactamente con nuestros propósitos, aunque, por la situación de Cuba y las tradiciones típicas de ese país, ellos no provenían del folklore, como nosotros, sino de la música popular. Aunque fuera paradójico, se advertía en estas canciones una gran influencia de la música norteamericana en sus versiones más serias y poéticas, Bob Dylan, por ejemplo, cosa de la cual nosotros, entonces, estábamos muy alejados. La patria y el amor, eran los temas clásicos de la antigua trova, de la que ésta nueva quería ser seguidora. Las canciones revelaban una gran riqueza de lenguaje, que entonces, metidos como estábamos en una lucha muy consignista, no supimos apreciar en su justo valor. Tomábamos algunos recovecos de lenguaje como barroquismos innecesarios; el tiempo nos mostró las limitaciones de nuestro punto de vista, aunque nos excusa el hecho general de que la comprensión de un lenguaje está siempre determinada por la situación que uno está viviendo. Lo que nunca hemos entendido del todo, es cierta manera culpabilizadora del culto al héroe que se revela en algunas canciones de la trova, por ejemplo, en "La vida no vale nada”, frase terrible, con la cual difícilmente podríamos estar de acuerdo, o ciertas implicaciones políticas demasiado cargadas hacia el ultraizquierdismo (guerrilla, fusil, muerte, etc.). Todo esto, dicho con el mayor respeto al aporte que ha significado este movimiento para toda la música latinoamericana. Hoy día, las canciones de la trova han jugado un rol incontestable en la propia lucha de los chilenos por reconquistar la democracia, y han influido en la creación de los nuevos compositores, en todo el continente.

En Cuba recorrimos muchas ciudades y pueblos, y aunque nuestra gira duró solamente un mes, vimos la revolución por dentro, es decir, trabajando en ella. Nos dimos cuenta de sus logros y de sus problemas, los que, felizmente, los cubanos no esconden; pudimos comprobar que la verdadera fuerza de un proceso como aquél, reside, principalmente, en la forma como el pueblo se siente concernido por los cambios. Los logros materiales de una revolución, difícilmente pueden demostrarse en lo inmediato, especialmente cuando éstos tienen que ver con los aspectos concretos de la vida. Por lo general, los avances más espectaculares se dan en niveles estrictamente sociales, Seguridad Social, medicina, educación, etc. El estándar de vida, que tiene que ver con las pequeñas satisfacciones cotidianas, muchas veces tiene que ser sacrificado por otras necesidades más urgentes, lo que fácilmente puede provocar descontento. Si la revolución no tuviera fuertes motivaciones humanistas, difícilmente sería aceptada por el sector menos politizado de la población. En Cuba, a diferencia de otros países socialistas, los factores patrióticos, ideológicos y políticos, le han dado al proceso un importante sostén, que, de no haberlo tenido, lo habrían hecho fracasar hace ya mucho tiempo.

Nosotros pudimos ver estas motivaciones subjetivas, en la gente con la cual trabajamos, trabajadores jóvenes que hacían funcionar los teatros, con pocos medios económicos y técnicos, pero que sabían suplir estas deficiencias con un empeño a toda prueba. La voluntad de hacer las cosas bien era muy fuerte, y denotaba una pasión conmovedora, que quería vencer, a toda costa, las enormes dificultades que imponía el bloqueo, la guerra económica y el aislamiento político. Por estas razones, y por muchas otras, no estamos descontentos de que haya sido este proceso y este pueblo, los que, en un primer momento, nos inspiraron esta aventura de canción y de revolución. Lo cual no nos hace ciegos ante los problemas que en la propia Cuba se han planteado.

Cuando llegamos, nos encontramos al mundo de la cultura en pleno proceso de discusión. El problema de Padilla era asiduamente discutido por intelectuales y artistas, y durante nuestra estadía tuvo lugar el Congreso de la Cultura, en el cual se analizaba el rol de la cultura en el proceso revolucionario. Entre estos problemas, había uno que nos interesaba especialmente, y que, en cierto modo, estábamos ya comenzando a vivir con gran intensidad en Chile: el de cómo hacer un arte que naciera de un íntimo contacto con el pueblo y su realidad. En este sentido, había una tendencia en Cuba a crear obras a partir de la relación directa con el pueblo. Silvio Rodríguez se había ido a vivir con los marineros, a compartir su trabajo y sus experiencias con ellos, y el grupo de teatro del Escambray se había trasladado a la Sierra, con el objeto de crear sus obras a partir de la vida misma de los campesinos. Estas experiencias nos interesaban, y algunos trataron de rehabilitarlas en Chile. El grupo de Escambray había conseguido interesantes resultados, buscando que los mismos protagonistas de la vida, fueran creando las obras de teatro, que, después, observaban. Esto, al mismo tiempo que hacía del teatro una forma directa de expresión de los trabajadores, iba transformándolo en un órgano necesario, cosa importantísima y decisiva en medios como los nuestros, en los que el pueblo apenas sabe para qué puede servir el teatro. Participando en la construcción de la obra, los campesinos iban comprendiendo la estructura del teatro como una exigencia interna, y asimilando fácilmente su lenguaje y sus recursos.

Esta necesidad de vincularse con el pueblo directamente, no debe verse como una directriz política partidista, pues salir del círculo elitista, que ha sido hasta ahora su base de sustentación, es una exigencia esencial para todo el arte latinoamericano. El arte no puede existir, si no posee la legitimidad que le da el pueblo, por eso, sólo lo popular puede ser terreno fértil para iniciar la siembra. Así ha sido siempre en la historia, y así seguirá siendo, aunque, a partir de este basamento, en las distintas épocas, sigan surgiendo élites que necesiten de un arte más evolucionado. En el fondo, no hay que hacerse ilusiones al respecto, las formas elitistas del arte nunca terminarán, y, menos aún, cuando se generen y amplíen las formas más desarrolladas. Mientras más evolucionado es un arte, más supone como condición de su existencia, la pirámide del arte popular. El problema nuestro es que nuestro elitismo tiene como base el arte popular europeo, y no el nuestro. Esto lo decimos, para que no se nos tome como defensores ciegos de lo populista o de lo popular. Constituir sectas, cualquiera que éstas sean, no nos interesa; desautorizar la existencia de una corriente artística, por elitistas que sean sus propósitos, tampoco.

El intento de buscar los contactos directos, era una forma interesante de abordar estos problemas, pero no la única. Si para entronizar el arte en el pueblo, la solución sea irse a vivir o no con los trabajadores, es cosa de opción, y no una necesidad que brote del problema. Neruda no necesitó esto para arraigar su poesía en nuestra realidad. Por otro lado, tampoco basta una temática obrerista, para darle a una obra un carácter popular; puede que se conozcan al dedillo, las costumbres, los usos campesinos o los giros lingüísticos populares, y no por ello el resultado dejará de ser elitista; lo decisivo es que el arte revele o invente una realidad vivible.

Una tarde, cuando ya estábamos de vuelta en La Habana, los encargados de nuestra estadía vinieron a avisarnos que esa noche nos habían preparado un programa especial, que comeríamos en un lugar muy escogido, y que teníamos que estar listos para salir un poco antes de nuestra hora habitual de comida en el hotel. Como estábamos bastante cansados después de nuestra larga gira por las provincias, y, además, como las comidas del La Habana Libre ya nos tenían aburridos, la idea nos pareció excelente, y a la hora señalada, estuvimos todos en la puerta del hotel. Llegaron nuestros amigos, en un pequeño bus que nos habían asignado, y partimos todos en dirección de uno de los barrios más hermosos de La Habana, lugar que, antes de la revolución, había sido residencia de grandes magnates cubanos y norteamericanos. Estas lujosas mansiones cumplían hoy día una función social muy diferente, algunas transformadas en colegios, otras en edificios públicos, y otras en residencias de estudiantes de provincia. Después de recorrer calles muy amplias, con hermosos árboles y jardines, nos detuvimos frente a una gran casa, que, por su estilo modernista, debía haber pertenecido a algún millonario de mal gusto: curvas de cemento, grandes terrazas rectangulares, y vastos ventanales, que daban a un jardín muy bien cuidado. La ausencia de parroquianos, nos indicó de inmediato que no se trataba de un restaurant. Entramos en ella, y después de atravesar algunas habitaciones, salimos a un gran patio, con una amplia terraza. Los cubanos nos explicaron que tendrían que ausentarse por unos momentos, y que, mientras volvían, podíamos esperarlos en ese jardín. Nos dispersamos entre los árboles y las flores, dispuestas con un gusto que contrastaba con el estilo de la casa, y, después de husmear unos momentos por aquí y por allá, volvimos todos a reunimos en la terraza, junto a una de las entradas. Así estábamos, tratando de adivinar cuál sería la sorpresa, cuando, súbitamente, atravesó la puerta un hombre de importante estatura, vestido con traje de soldado, barbudo, con botas de cuero, y seguido por una comitiva de soldados vestidos igual que él: era Fidel Castro. "De modo que ustedes son aquellos que nosotros embarcamos con nuestras barbas", nos dijo, con su marcado acento cubano, mientras nos iba saludando, uno por uno. "Vestidos con ponchos negros, ustedes deben parecer curas", agregó. Después de los saludos, nos sentamos todos en la terraza, y comenzamos una conversación, que duraría hasta las cinco de la mañana. Con Fidel, venían además dos dirigentes del Partido Comunista chileno, que también estuvieron presentes.

Lo primero que nos impresionó de Fidel, fue su tamaño. Ya antes, en las fotografías, nos había parecido un hombre bastante corpulento. Recuerdo una foto muy cómica, en que aparece sentado junto a Sartre, que está entrevistándolo. Los zapatos de este último están justo al lado de las botas de Fidel, lo que facilita la comparación. Estas, aparecen descomunales, y Fidel, como un gigantón que parece venir de otro planeta. Esta misma impresión de exuberancia, la corroboramos allí; su presencia llenaba el recinto, moviéndose de un lado a otro, haciendo las presentaciones, y conversando con gran naturalidad. No había en su conducta formalidad alguna, seduciendo a su entorno, con mucha simpatía y liviandad. Daba la impresión de que con él se podía abordar cualquier tema, nada parecía serle ajeno, y sentía una gran curiosidad por todo lo que podíamos contarle. Además, como todo gran conversador, ponía mucha atención en sus interlocutores, llegando en nuestro caso, al extremo de aprenderse nuestros nombres, mientras nos miraba con ojos muy vivaces, escuchando sin que se le escapara ningún detalle. Se mostró vivamente interesado por nuestro movimiento de la canción, conocía a Violeta Parra y había escuchado algunos discos de música chilena, entre los cuales, nuestro “Por Vietnam”. Como se hacía de noche, entramos al salón, y ahí mismo, con Isabel Parra, improvisamos un pequeño concierto, para darle una idea más clara de lo que hacíamos.

Nuestro encuentro con Fidel se vio enriquecido, además, por otra circunstancia: por esa época, un escritor cubano se encontraba recogiendo datos para hacer su biografía. Como Fidel no podía consagrarle un tiempo especial para contarle su vida, este señor lo acompañaba por todos lados, y el dirigente cubano aprovechaba cualquier instante para relatarle tal o cual aspecto de su historia, respondía a sus preguntas, y hacía recuerdos según ellos fueran apareciendo en la conversación. La presencia de este escritor, nos permitió conocer por boca del propio Fidel algunos relatos muy interesantes. Se tocaron los problemas del Congreso Nacional de la Cultura y la Educación, y otro caso, que después ha dado que hablar, y del cual nosotros tenemos una versión de primera mano: la expulsión de Cuba del escritor chileno Jorge Edwards, que había sido enviado allí por el gobierno de Allende, con el objeto de preparar la abertura de relaciones diplomáticas entre los dos países.

Después de las canciones, nos sentamos todos a comer, alrededor de una mesa de familia, en el comedor de la casa. Fidel, en la cabecera, nos informaba sobre la realidad económica de Cuba, y se mostraba especialmente contento y orgulloso del vuelco que había tenido la agricultura de su país, bajo su mandato, en especial, los adelantos espectaculares de la ganadería, de los cuales conocía todos los detalles. Hablaba un poco como aquellos dueños de fundo que salen a recorrer sus campos, y que conocen al dedillo todos los problemas de su región: habían importado unos toros de Holanda, que habían salido excelentes reproductores, y con los cuales esperaban aumentar aún más la producción. Estas medidas habían tenido como consecuencia, lo que él llamaba con entusiasmo, "el milagro del queso", producto que, por primera vez en la historia de Cuba, iba a comenzar a ser exportado hacia Europa. Nos decía, que antes de la revolución, la única vaca que había en la isla, estaba en el zoológico. De pronto, con inquietud, nos preguntó: "¿Pero ustedes, han comido nuestro queso? ¡Cómo no les has traído queso, chico!", decía, regañando a uno de los tipos que servían en la mesa. Se paraba él mismo, y desaparecía por la puerta que daba a la cocina. Al cabo de unos momentos, volvía con una bandeja llena de quesos, insistiendo en que no podíamos dejar de probarlos. Comiendo, nos explicaba cómo se hacían los diferentes tipos de quesos, y sus ventajas e inconvenientes para la producción cubana. A pesar de estos detalles técnicos, la conversación era entretenida, y siempre en tono divertido. Se cambiaba con facilidad de tema, pasando sin transición de estas cuestiones, a cosas relativas a la cultura chilena y a la literatura latinoamericana, que él parecía conocer bastante bien. Cuando más tarde nos despedimos, pudimos constatar que el auto en que viajaba estaba atestado de libros, no sólo obras técnicas, sino también algunas novelas. Se notaba que aprovechaba al máximo los tiempos muertos de sus desplazamientos.

En cierto momento de la conversación, Fidel recordó, con bastante emoción, el valor que habían desplegado los comunistas en las luchas sociales de América Latina, en especial, los momentos más heroicos de la abnegada lucha del Partido Obrero Socialista de Cuba, y los atroces crímenes de Batista y su temible policía política. Nos hablaba en tanto que comunistas, aunque su valoración de todo esto era bastante equilibrada, sobre todo, tomando en cuenta que durante la época de Batista, Fidel estaba en otras posiciones, trabajando por su propio movimiento. En realidad, su mirada estaba lejos del pequeño partidismo, y su discurso lo mostraba como un verdadero político a la escala histórica, atravesando la contingencia, y teniendo siempre en cuenta el destino general de América Latina. Esa palabra, América Latina, sonaba en sus labios de un modo particular, parecía entenderla, no sólo como una determinada región geográfica o una comunidad de pueblos con la misma lengua, sino como algo que él parecía avizorar allá lejos, y que esa noche, a través de su mirada, nosotros alcanzamos a percibir algo así como una nueva posibilidad de ser humano, la única y verdadera que nosotros finalmente teníamos. Fidel podrá estar equivocado en esto o en aquello, pero nadie podrá negar su grandeza de miras, y su facultad de hacer política latinoamericana.

Al día siguiente, volvimos a encontrarlo en el mismo lugar, y antes de volver a Chile, hubo todavía una tercera vez. En todas estas ocasiones, estuvimos largas horas conversando. Relatar todos los detalles de estas conversaciones, en las que aparecían siempre muchas anécdotas de su vida, sería interminable. Nos contó, por ejemplo, las peripecias de su educación, en un colegio de jesuitas, y las protestas de su espíritu tempranamente rebelde frente a las exageradas normas disciplinarias que les imponían; sus primeros enfrentamientos de palabra con un cura, que allí enseñaba, y que era la encarnación de todos los valores burgueses que él repudiaba; su vida en el latifundio de sus padres, que eran unos terratenientes cubanos; los sabrosísimos entretelones de los preparativos al asalto del Cuartel Moncada, en los cuales había tomado parte, sin saberlo, un abogado ricachón, amigo de la familia. Como Fidel también tenía esa profesión, había estado trabajando en el gabinete de este señor, y, junto a un colega, habían encontrado una inmejorable fórmula para ganar dinero para la revolución. El potentado de marras tenía una gran confianza profesional en Fidel, y le había entregado la contabilidad de algunos negocios importantes. Como el tipo había partido de viaje, y además, no sabía nada de números, no había costado nada falsear las cuentas, y Castro con su amigo, durante algún tiempo, estuvieron haciendo importantes compras de armas, gracias a la involuntaria generosidad del empleador.

Nos contó también de su época universitaria, cuando los policías de Batista asesinaban impunemente a los dirigentes universitarios, haciéndolos desaparecer. A él y a su amigo los tenían fichados, y les costó trabajo y coraje salvar el pellejo. La represión de esos tiempos era cosa seria. En una de las huelgas, que los estudiantes habían organizado para protestar contra la dictadura, él había sido convocado por el jefe de la policía y amenazado de muerte. "Si te apareces por la Universidad, te vamos a matar", le habían dicho. La asamblea estaba convocada, y se lo anunciaba a él como orador. Su destino de dirigente estudiantil y de combatiente revolucionario lo ponía ante la disyuntiva de ir o no ir: su ausencia habría sido tomada por los estudiantes como una cobardía, su presencia podía significarle la muerte. Finalmente, se presentó, y se puso a la cabeza del movimiento estudiantil. Este acto suyo había atemorizado a los propios policías, que no se atrevieron a cumplir su amenaza.

Fidel relataba estas cosas, hablando con emoción, y dando muestras de su talento literario: hacía aparecer ante nosotros los más finos detalles de su historia, los paisajes, los personajes, y con tal claridad, que todavía hoy, a quince años de distancia, siguen vivos en nuestra memoria. Hablaba de sí mismo sin falsa modestia, ni exagerada vanidad, como si su personaje principal fuera, la situación que relataba y la enseñanza que se podía sacar de ella, como si todo lo que a él, como individuo, le había ocurrido, se incluyera dentro de una historia más general, como si él mismo, no fuera sino una cristalización de una realidad trascendente, que le daba sentido y significación a su vida. Creo que esto es lo que se llama, comúnmente, conciencia histórica.

Uno de los momentos más emocionantes de estas conversaciones, fue el relato que nos hizo de algunas escenas de la lucha en la Sierra, y, en especial, una historia que nos contó en todos sus detalles, y que parecía haber tenido una especial significación para él.

Los guerrilleros tenían necesidad de estar siempre en contacto con los campesinos, quienes eran, en verdad, los que sostenían materialmente la guerrilla. Eran estos últimos, los que daban las informaciones precisas acerca de las posiciones del ejército de Batista, además de proporcionarles los alimentos y parque, indispensables para continuar la lucha. Había un campesino, que siempre había cumplido este papel de enlace, y en el cual, todos tenían plena confianza por ser un hombre probado, pero con el tiempo, los combatientes comenzaron a acumular razones para sospechar de él. Cada vez que bajaba de la sierra a cumplir sus funciones de contacto, llegaban los militares, la guerrilla era cercada, y el campamento corría peligro. Una noche, mientras los otros cumplían funciones de reconocimiento, este tipo había insistido en quedarse con Fidel. Como ya el hombre se había convertido en sospechoso, Fidel pasó toda la noche envuelto en los más extraños presentimientos. Como habían tenido que dormir muy cerca, el uno del otro, en este ambiente de pesadilla, cada vez que Fidel, semidespierto, miraba hacia donde se encontraba el campesino, lo veía desvelado, con los ojos muy abiertos, y acariciando la pistola que tenía en sus manos. Esta extraña situación duró hasta la madrugada, en que la llegada de los demás guerrilleros los hizo levantarse. Cuando se encontraban disponiendo ya el programa del día, comenzaron a escuchar ruidos de aviones que se aproximaban al campamento. Se trataba de un sorpresivo ataque aéreo, y los aviones, por lo certero de sus golpes, parecían tener la exacta información del lugar en que se encontraban. Como nadie sino el tipo había bajado a los pueblos del llano, no cabía duda alguna de que los estaba traicionando. Los guerrilleros fueron rápidamente cercados, y estuvieron a punto de ser aniquilados; sólo la pericia y el conocimiento del terreno pudo salvarlos, pero esto, a costa de graves pérdidas. El campesino fue considerado prisionero, y al otro día, cuando pudieron por fin encontrar un nuevo refugio, fue juzgado. La condena fue la máxima, porque el inculpado, finalmente, confesó su traición, y aunque solicitó clemencia, la gravedad de su falta era demasiado grande como para perdonarlo.

Cuando nos contaba esta historia, Fidel hablaba de una extraña manera; no podía olvidar que este mismo tipo había estado pensando en matarlo durante toda la noche sin atreverse a hacerlo. No podía explicarse qué lo había detenido en esos momentos críticos en que el destino de Cuba estaba en sus manos. Al escuchar este apasionante relato, se hicieron algunas consideraciones acerca de los misterios de la premonición, y de cómo uno, a veces, es capaz de percibir, inconscientemente, formándose una impresión que se adelanta a los hechos. Fidel terminó su historia, contándonos que una vez que el traidor fue juzgado, ninguno de los compañeros se había atrevido a matarlo. Tuvieron que hacer una votación para decidir quién cumpliría la sentencia. Ninguno podía olvidar los tiempos en que el individuo había colaborado con ellos. Pero no podían perdonarlo, hacerlo, significaba relajar completamente los vínculos entre guerrilleros y campesinos; la traición no podía esconderse, se sabría en la región, probablemente ya se sabía. El traidor estaba al tanto de los futuros planes de la guerrilla, conocía al dedillo todos los escondites, había atentado contra la vida de todos, había causado la muerte de algunos, y había confesado que, desde hacía algún tiempo, los soldados de Batista le pagaban por sus informaciones. Por la cabeza de Fidel le habían prometido una enorme suma. Los guerrilleros no pudieron hacer otra cosa que echar suertes, y el elegido se encargó de ejecutar la triste sentencia. Allí, en medio de la selva, y bajo una tormenta que se desencadenó como a propósito sobre el campamento, el hombre fue ajusticiado. La pintura de esta escena hablaba de un cielo atormentado, lleno de nubes negras, los árboles remecidos por el viento, la lluvia que caía a borbotones, como una maldición, los rayos que iluminaban a veces fantasmagóricamente la escena, y el campesino, hincado junto a un árbol, implorando perdón, mientras el desconocido guerrillero, cuyo nombre no fue pronunciado, con los ojos llenos de lágrimas, le ponía la pistola en la nuca. La justicia es terrible, pero no había otra escapatoria; eran demasiadas cosas las que estaban en juego. Felizmente, esta justicia había tenido también otra cara: más tarde, los hijos de este hombre habían sido tomados a cargo por la revolución, y educados como los hijos de cualquier otro revolucionario. Hoy día son excelentes ciudadanos de Cuba. Nos contaba Fidel que ellos nunca han sabido la triste historia de su padre, y que siempre han pensado en él, como en uno de los tantos héroes que cayeron en el combate.

Estos relatos nos convencieron de que si Fidel no hubiera hecho la historia, seguramente la habría escrito. Lo divertido es que, mientras iba relatándonos estos hechos, con un lápiz que tenía en la mano, nos iba dibujando sobre el impecable mantel, las posiciones y los desplazamientos de los distintos personajes de la historia. Cuando nos contaba el momento en que fueron sitiados en la Sierra, con pequeñas rayitas nos iba mostrando los movimientos de los soldados, y los desplazamientos de los guerrilleros que habían atravesado la montaña para salvarse. "Por aquí llegó el avión de reconocimiento y nosotros, que estábamos escondidos aquí, detrás de este montecillo, como no teníamos otra escapatoria, salimos por acá". Y zas, raya para un lado, y raya para el otro, como si el mantel fuera una blanca pizarra. Al final, el enredo de líneas era tan grande, que hubo que cambiar de mantel, porque ya no entendíamos nada.

Cuando nos escuchó, se mostró muy interesado en el sentido latinoamericanista de nuestro proyecto. Las consecuencias culturales del boicot le preocupaban, y nos preguntó si había alguna manera de trasladar la experiencia de nuestro movimiento de la canción a la juventud cubana. "¿Cómo se podría aprender lo que ustedes hacen?", nos preguntó. Respondimos que era fácil, y que justamente estábamos pensando en transmitir nuestra experiencia hacia grupos más jóvenes que se interesaran en ella. "¿Y podrían ustedes enseñarles estas cosas a un grupo de jóvenes cubanos?". Claro que sí, respondimos. "¿Y cuánto tiempo se demorarían?". Alrededor de seis meses, dijimos, haciendo un cálculo rápido. "Muy bien", nos dijo, "entonces, en algunas semanas más, les enviaremos a Chile un grupo de jóvenes para que ustedes trabajen con ellos". Y, efectivamente, al cabo de tres meses de nuestra vuelta a Chile, recibimos a un grupo de cubanos, que estuvieron en nuestro país aprendiendo nuestra música. Hicimos un plan de trabajo con Víctor, con el Inti-Illimani y el grupo Aparcoa, y de esta estadía salió uno de los actuales grupos más prestigiosos de la Nueva Trova, el Manguaré, que ha sido un puente entre la música del sur y la música cubana. Esta experiencia fue muy importante para nosotros, porque a través de ella, pudimos constatar que lo nuestro era transmisible, lo que nos permitió generalizar, más tarde, este trabajo hacia los jóvenes chilenos. Cuando despedimos al Manguaré de Chile, la calidad de este grupo era tal, que fue posible presentarlo en el Teatro Municipal de Santiago, en un hermoso recital, en el cual interpretaron la “Cantata Santa María de Iquique”. Habían aprendido a tocar la quena y el charango, y eran expertos en cuecas, zambas, tonadas y chacareras.

La conversación con Fidel siguió muchos derroteros. El famoso problema de Edwards, por ejemplo, ocupó un buen momento. El escritor chileno tenía muchos amigos en Cuba, entre ellos, el poeta Heberto Padilla, quien aparecía entonces como el centro de la disidencia. Sus vinculaciones con él, y con otros escritores y artistas, que en ese momento tenían problemas con el gobierno cubano, provocaron sospechas, hasta el punto que la policía comenzó a ocuparse del asunto. Edwards se encontró en una difícil situación; como diplomático, tenía la obligación de guardar las distancias frente a este tipo de movimientos críticos, pero como escritor, se sentía directamente concernido. Al final, no supo reglar su actividad pública en función de la misión que tenía, y sus frecuentaciones produjeron un gran malestar en las autoridades cubanas. Es verdad, que, según nos contó el propio Fidel, la policía lo hizo caer en varias celadas, llegando a ponerle un agente femenino, cuyos encantos le hicieron cometer más de alguna imprudencia. Estos métodos no eran del todo santos, como tampoco las escuchas telefónicas o los micrófonos en el hotel, pero les sirvieron a los cubanos para juntar suficientes antecedentes como para solicitarle al gobierno chileno que lo relevara de sus funciones. Lo único que puede excusar a los cubanos en este tipo de asuntos, es la difícil situación política que han vivido desde el comienzo de la revolución: un país asediado, cuyos dirigentes están continuamente expuestos a maniobras de la CIA, y cuya situación interna no es siempre fácil de dominar. Del diabolismo de los agentes norteamericanos, nosotros tenemos suficientes pruebas, como para no poder ver estas cosas con excesivo maniqueísmo. Es verdad, sin embargo, que estos hechos plantean el difícil problema del conflicto entre la razón de estado y el respeto al individuo. ¿Cómo resolverlo? ¿Quién tiene la fórmula justa en este mundo, estremecido por todos lados por una sorda guerra de poderes? ¿Cuáles son los deberes de un diplomático, hasta dónde debe entrar en los debates internos del país en el que está, cuáles son los límites de la acción policial? No es fácil responder.

Hay que decir que la versión que el propio Edwards dio de este bochornoso suceso, contiene una buena dosis de su imaginación de escritor. Leyendo su libro, uno se imagina a Fidel, el mismo que entró a La Habana encaramado en los tanques de la revolución, enfrentándolo con una conciencia culpable, y buscando explicaciones, sin atreverse a responder a sus acusaciones. Esto es un poco ingenuo. Lo que contó Fidel fue diferente: me lo imagino pidiéndole cuentas, con todos los antecedentes policiales sobre la mesa, más curioso que enojado, y esperando las explicaciones que pudiera darle nuestro diplomático. Pero tampoco creo que Edwards no haya sabido salir del paso. En todo caso, él fue declarado persona non grata, y partió a París, donde lo esperaba su amigo Pablo Neruda, con quien trabajaría durante todo el tiempo en que este último ejerció su cargo diplomático.

Cuando nosotros llegamos a París, fuimos invitados por el poeta a almorzar en la embajada. En la intimidad, quisimos contarle lo que Fidel nos había relatado sobre este problema. Neruda nos paró en seco: "No quiero saber nada", nos dijo, "conozco perfectamente la perfidia de los policías cubanos". Y pasó a otro tema. Teníamos bastante de qué reírnos, como para embarcamos en historias desagradables.

La visita a Cuba, la visión más realista de la revolución, nos convenció de que no se debe adscribir a un proceso, como si la historia concreta fuera la encarnación de un ideal. Nuestra época ha sido bastante ciega en esto, y nos ha acostumbrado a pensar en términos de modelos de sociedad, como si la realidad pudiera ser una prueba para validar nuestros sueños. En verdad, lo que demuestra la historia es precisamente lo contrario. Los hombres elaboran sus utopías, sin tener mucho en cuenta las experiencias de los otros hombres. Ni siquiera el más estruendoso fracaso de las experiencias socialistas podría nunca invalidar el sueño de una sociedad socialista. La utopía no reside en lo que hayan o no hayan hecho otros, sino en la propia capacidad de pensar un mundo o una sociedad mejor. Los ideales políticos surgen en los pueblos como necesidades intrínsecas de sus realidades, y no como comparaciones con los procesos de otros pueblos. Este modo ingenuo de poner sociedades como modelos, nace de una falsa concepción del internacionalismo, que ha conducido a la exigencia militante de idealizar hasta la bobería lo que se piensa como encarnación de la propia utopía. Es mejor fundar el ideal en el suelo propio, y no andar bizqueando para el lado. Esto no significa despreciar lo que otros puedan hacer, pero en el fondo, la fuerza de un ideal sólo puede residir en las potencias de renovación social propias de un pueblo, sólo éstas pueden explicar que un país se eche a caminar por una senda hasta entonces inédita. Todos los procesos sociales son eminentemente nacionales, responden a particularidades que no se darán jamás en otros países. Cuba no puede, ni debe, ser vista como modelo, y su rol histórico en el proceso independentista de América Latina tiene que ser valorado tomando en cuenta su especificidad.

Una correcta valoración de Cuba, no tiene por qué adscribir a todo lo que la revolución cubana ha hecho en su historia, como tampoco hacerse cargo de los errores cometidos, aunque estos mismos no dejan de concernirnos, en cuanto la historia común no sólo hace camino con los* pasos positivos, sino también con las influencias muchas veces terribles que uno de nuestros procesos puede tener. Nuestra propia historia chilena ha dejado una huella dolorosa en los demás países latinoamericanos, echando por tierra muchas de las esperanzas que se pusieron en ella.

Hoy día, no podemos estar de acuerdo en bloque con ninguna sociedad existente, todas tienen defectos, todas dejan que desear. En Cuba, tuvimos experiencias extraordinarias, pero otras que no lo fueron tanto: supimos de la situación de los homosexuales, por ejemplo, que, inexplicablemente, fueron reprimidos como si se tratara de una plaga, o la misma represión en el campo de la cultura, de la que han sido víctimas los propios revolucionarios. Al respecto, puedo recordar que durante nuestra estadía, algunas de las personas que nos atendían, nos sugirieron que no entráramos en relaciones con Silvio Rodríguez, porque en ese momento, él estaba políticamente cuestionado. Como teníamos a la vista el problema de Edwards, nos mantuvimos a distancia. Por supuesto que la valoración que hacían estos dirigentes era equivocada, y el tiempo se encargó de demostrarlo. Lamentablemente, nosotros no podíamos actuar de otro modo, y eso ha enlodado no poco nuestras relaciones con la Nueva Trova. Tampoco nos gusta en Cuba un cierto chovinismo, o una cierta pedantería, constatable frente a otros procesos que tienen lugar en América Latina: los revolucionarios triunfantes muchas veces se sienten con el derecho a dar recetas, o a favorecer líneas políticas que no siempre son las más acertadas para las realidades de otros países. Pero no hay que olvidar tampoco, que, a pesar de todos los puntos negativos que podamos anotar, la revolución cubana sigue todavía asentada en un consenso popular, y que es justo defenderla cuando es amenazada por la intervención imperialista. Es importante considerar que Cuba sigue siendo un país amenazado. Independientemente del régimen que allí existe, con el cual se puede o no estar de acuerdo, no se le puede negar su derecho a la existencia, pues éste es un resultado coherente de la propia historia cubana. Quién obliga a quién en la escalada intervencionista, es cosa difícil de saber; en todo caso, el acerto, según el cual, es de interés de nuestros países la defensa irrestricta del principio de no-intervención, es perfectamente válido. En todo caso, más allá de los pro y los contra políticos, más allá de las condenaciones o absoluciones, de los apoyos irrestrictos o de las críticas, está la corriente afectiva que nos une entrañablemente con el pueblo de Cuba, con los amigos que allí hicimos, y con esa gran esperanza, que encendió el entusiasmo revolucionario en nuestro continente, del cual nuestras canciones han sido una pequeña chispita.